Discurso de incorporación a la
Academia Internacional de Hagiografía
Sillón San Juan XXIII
Caracas, 12 Junio 2024
JUAN XXIII DE
TRANSICIÓN EPOCAL
Mons. R. Ovidio
Pérez Morales
Grato deber al inicio de la
presente exposición es manifestar mi agradecimiento a la Academia Internacional
de Hagiografía por la distinción que sus Miembros de Número han querido hacerme
para ocupar un sillón en esta prestigiosa institución y precisamente con el
nombre de un Santo y Papa (1881-1963), que la Providencia eligió para servir a
la Iglesia en una circunstancia histórica trascendental (1958-1963) y la cual
para mí constituyó un escenario existencial privilegiado.
En Protagonistas de Iglesia y
mundo [1] reproduje
una Entrevista imaginaria del Papa Roncalli[2],
de la cual me será grato aquí substraer algún dato y reflexión. Aparte de las obligantes
referencias a sus documentos y mensajes, resulta fácil encontrar material de apoyo
para hablar de Juan XXIII por la abundosa bibliografía sobre tan sorpresivo y
original pastor.
Coincidencia
existencial.
Me resulta sumamente familiar y
grato hablar sobre nuestro personaje, a quien identifico como muy inserto en el
tejido de mi vida en un capítulo particularmente significativo. Comenzaré
describiendo el marco temporal de mi encuentro romano con el Papa Giovanni.
Cuando su antecesor en la
sucesión de San Pedro, Pio XII, falleció (9. 10. 1958), me encontraba yo en
Roma en el Pontificio Colegio Pio Latino Americano, haciendo los reglamentarios
ejercicios espirituales en los días previos a mi ordenación sacerdotal
(mejor, presbiteral). La estricta disciplina seminarística en ese tiempo no
permitió que, encontrándome junto a un grupo de compañeros en esa inmediata
preparación al sacramento del Orden, pudiese interrumpirla para estar presente
en la solemne procesión de entrada a Roma del difunto Papa, procedente de la
residencia pontificia veraniega de Castel Gandolfo, para la velación en la
Basílica de San Pedro. Pude sí venerar luego en ésta sus despojos mortales y
participar en la ceremonia de entierro.
Mi ordenación presbiteral, tuvo
lugar junto a una veintena de compañeros piolatinos, en la sede misma del Seminario,
el 26 de otubre -y esto es una de las curiosidades que suelo referir en
conversas autobiográficas- en una Iglesia sin Papa. En efecto, Pío XII
yacía en el sepulcro y para su sucesor no había salido todavía humo blanco de
la Capilla Sixtina. La que se suele denominar como “primera misa”, la celebré,
por cierto, el día siguiente temprano en la mañana en el altar de La Cátedra de
la Basílica de San Pedro, bajo la Gloria del Bernini; fue la causa por
qué -comprensiblemente- todos los asistentes al terminar la misa se quedaron en
la Plaza de San Pedro (sin ir al protocolar desayuno, excepto mi persona, mamá
y un sacerdote) para ver si salía el esperado humo informador de la elección
del nuevo Papa. Fue el día siguiente (28) al caer la tarde cuando hubo
conmoción en la muchedumbre agolpada frente a la Basílica, al oír la
sensacional y feliz noticia de la elección del nuevo pontífice: “Habemus
Papam”, seguida de un nombre, Angelo Giuseppe Roncalli, el cual no figuraba,
por cierto, entre los más candidateados. El inicio de mi sacerdocio,
felizmente, coincidió así con el del pontificado del “Papa bueno”.
Primeros y
desconcertantes encuentros
El Colegio Pio Latinoamericano,
de capital importancia para el catolicismo continental, fue fundado en Roma el
21 de noviembre de l858. Cuando el Papa Pío IX dio su bendición a ese seminario
comenzó un instituto que en los cien años siguientes habría de fructificar en
dos mil sacerdotes, entre los cuales siete cardenales y más de ciento sesenta
obispos. En su sede se celebró en 1899 el Concilio Plenario de América Latina, de
capital importancia para la evangelización del Continente, bajo el pontificado
de León XIII.
Fui alumno de dicho colegio desde
septiembre 1952, cuando inicié estudios de filosofía en la Pontificia Universidad
Gregoriana. Mi tiempo piolatino en su mayor parte transcurrió entonces bajo el
pontificado de Pío XII, quien guiara a la Iglesia universal desde 1939; fueron
años de reconstrucción postbélica y de consolidación democrática en la Europa occidental.
La primera vez que vi a Pío XII
fue en la en la Plaza de San Pedro, en la celebración del trigésimo aniversario
de la fundación de la Unión de Hombres Católicos de Italia. Majestuosa
solemnidad, que congregó una multitudinaria concentración católica entusiasta y
disciplinadamente organizada, reunida en torno a un pontífice de imponente
apariencia, gesto pausado y discurso denso y metódico. Firme adhesión y
ferviente admiración se conjugaban en quienes participábamos en ese para mí
primer encuentro con el Sucesor de Pedro. En forzado encierro dentro de
totalitarismos circundantes y luego en marco de enfrentamientos desafiantes,
Pío XII había abierto a la Iglesia una respetada presencia en ámbito
internacional y un reconocido protagonismo en lo atinente a reconciliación y
libertad, en un mundo que lamentablemente estaba pasando de un hirviente
conflicto a una guerra fría.
Con ocasión del primer centenario
de nuestro Colegio, Juan XXIII recibió en audiencia -una de sus primerísimas- a
todos cuantos formábamos la amplia familia piolatina. Tenía yo pocas semanas de
ordenado presbítero y, por tanto, al encuentro con el nuevo pontífice acudía
con una buena dosis de curiosidad y talante comparativo. Sería insincero si no
confesase que de esa audiencia salí con no escaso desconcierto. Al fondo de la
amplia sala vaticana se había sentado un Papa bien entrado en años, regordete,
de movimientos descompasados y abundosa gestualidad. Sin papel en mano nos
habló con fresca espontaneidad sobre varios temas pastorales que juzgaba útiles
al ministerio sacerdotal, mezclando doctrina y experiencia. Confieso que quedó indeleble
en mi memoria, para permanente y pedagógico recuerdo, esta sencilla advertencia
del nuevo Pontífice: hay sacerdotes que se quejan de que no pocos hombres
cuando van a celebraciones en la Iglesia, si acaso entran, permanecen
recostados en las paredes; ahora bien, yo les pregunto a ustedes ¿Qué es mejor?
¿Qué se queden fuera o que al menos entren? Para un estudiante de teología,
acostumbrado a las magistrales exposiciones doctrinales, leídas, de Pío XII,
esa exposición espontánea y asistemática de Juan XXIII resultaba patentemente
disonante. Sólo en el decurso de los
acontecimientos que se fueron desarrollando entendí por dónde iban las cosas y
qué hondo sentido tenían aquellos recuerdos y espontaneidades pastorales.
El discurso inicial del Concilio,
anunciado en enero de 1959 e inaugurado en octubre de 1962, lo desarrolló el
Papa precisamente en una línea de apertura, comprensión, creatividad, marcando
el rumbo para una Iglesia en nuevos escenarios. En tan solemne oportunidad,
refiriéndose a los errores de los seres humanos dijo:
Siempre la Iglesia se opuso a estos errores.
Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin
embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia
más que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la
validez de su doctrina sagrada más que condenándolos”.
Del Papa Giovanni se cuentan
muchas anécdotas -se non é vero y ben trovato, dicen los italianos como
justificación de cualquier cuento-. Yo me restringiré sólo a una, porque vivida
personalmente, por cierto en la ocasión de la imposición del capello a nuestro
primer cardenal (16.1.1961) el arzobispo de Caracas José Humberto Quintero. En la audiencia concedida a la comitiva que
acompañó a éste en tal ocasión -en ella pude participar por encontrarme todavía
en la Ciudad Eterna- el Papa tuvo la deferencia de saludar e intercambiar con
los presentes. Al encontrarse con el grupo de aeromozas, luego de saludarlas
cariñosamente se detuvo a contarles algunas experiencias de sustos
experimentados en vuelos, lo cual fue para todos motivo sorpresivo de alegría y
admiración. El Papa mostraba así que infalibilidades y competencias supremas no
lo despojaban de su condición de miembro de la familia humana, en la cual
estaba llamado a compartir con fresco afecto. Ese gesto venía a ser como un símbolo del
cambio eclesial en profundidad que se estaba abriendo paso.
En cambio epocal
Después del Concilio Vaticano II (1962-1965) se suele
hablar de dos tiempos de la Iglesia y no simplemente en sentido cronológico,
sino en cuanto a actitud y significado de presencia: pre y postconciliar. En cuanto a concilios universales se habían
experimentado en los tiempos modernos dos saltos: el primero, de tres siglos,
de Trento (1545-1563) al Vaticano I (1869-1870); el segundo, de un siglo, del
Vaticano I al II. Objetivos conciliares:
de Trento fue enfrentar polémicamente al protestantismo, del Vaticano I encarar
beligerantemente la modernidad. Característica del Vaticano II ha sido la de aggiornamento
de la Iglesia en tiempos de cambio epocal. Sobre este escenario valgan algunas
observaciones.
Partamos de una comprobación de Perogrullo: la historia es cambio. Hay
cambios, sin embargo, que por su magnitud y efectos reclaman una atención y un calificativo
especiales. Bastante conocida es la interpretación de Alvin Toffler al hablar
de tres grandes olas históricas [3].
1955 podría considerarse como indicador significativo del emerger de la tercera
ola -en medio de la cual nos encontramos- caracterizada por un gigantesco salto
científico-tecnológico con su correspondiente metamorfosis cultural. Lo cierto
es que se ha hecho común hablar de cambio epocal, introduciéndose este
adjetivo para designar la presente circunstancia histórica, que no es ya
simplemente de multiplicación y aceleración de cambios, sino de otra cosa, para
la cual se ha recurrido al mencionado calificativo. No es del caso
entrar aquí a ilustrar esta afirmación con la mención de algunos ejemplos de un
vastísimo inventario. Bastaría decir que es sobre todo en los campos de la
comunicación y de la vida donde se destaca lo novedoso. Como concesión
humorística respecto de nuevas tecnologías cabría observar que ahora son los niños
los instructores de los adultos el manejo de invenciones. Con respecto a la
comprobación y calificación del cambio contemporáneo, el Vaticano II dejó
estampado lo siguiente en la Constitución Gaudium et Spes:
El género humano se halla en un nuevo período de su historia,
caracterizado por cambio profundos y acelerados, que progresivamente se
extienden al universo entero (…) se puede ya hablar de una verdadera
metamorfosis (vera transformatione) social y cultural, que redunda
también en la vida religiosa (GS 4).
Por cierto que el primer documento conciliar aprobado y promulgado -junto
al de la liturgia (4-12.1963), fue sobre la comunicación social y tiene por
cierto, como título y primeras palabras, Inter Mirifica (Entre los maravillosos)
seguidos por los vocablos “inventos de la técnica”, que abren el texto de dicho
decreto (IM 1) ¡Ciertamente los padres conciliares que lo aprobaron no se imaginaban
que sus sucesores podrían comunicarse en sus asambleas con videos, celulares y
artefactos del género! Apenas tres años después de terminado el Concilio, la
revolución del terrible `68 fue indicador de la magnitud de la sorprendente metamorfosis.
Es comprensible que en épocas tan agitadas como la postconciliar
las actitudes y posiciones no registren siempre la configuración y la mesura
necesarias o convenientes. Además, en el procedimiento humano la cizaña suele
mezclarse con el trigo. El necesario aggiornamento se produce en
coordenadas no siempre fáciles de establecer o manejar en tiempos turbulentos. Resulta
así no razonable o justo achacarle al Vaticano II desviaciones y subproductos
al margen de la renovación programada y deseada. Una pregunta, con todo, puede
ayudarnos a configurar una respuesta sensata ¿Qué hubiera sido de la Iglesia si
no se hubiese reunido el Vaticano II para responder a los desafíos planteados a
la comunidad eclesial con el cambio epocal? Como ayuda a una respuesta se
podría recordar lo sucedido a la armada napoleónica, desprovista de la motivación,
indumentaria e implementos necesarios, ante la organizada y furiosa
contraofensiva del ejército ruso y de su implacable aliado, el fantasmal
invierno.
Cabe añadir que el cambio epocal no ha concluido, ni que el obligante
aggiornamento eclesial, impulsado por Juan XXIII y concretado por el
Vaticano II, pueden considerarse concluidos. A los desafíos conocidos se están agregando
otros como el de una instrumentalizada globalización, una envolvente
inteligencia artificial e ideologías desestructuradoras de lo humano. Queda un
largo y exigente camino por andar, en una historia que estará, por lo demás,
abriendo siempre nuevos capítulos. Traditio y creatio son dos tareas
irrenunciables, que el Pueblo de Dios ha de acometer, con fidelidad e inventiva,
en su peregrinar, hasta que el Señor regrese.
Bajo el impulso del Espíritu
El Diario del alma [4]
permite adentrarnos en la intimidad espiritual del Papa Roncalli, para identificar
la raíz profunda de su itinerario existencial y dentro de éste descubrir el hondo
y sólido fundamento de su amable y atrayente personalidad. Su sencillez y
espontaneidad, el condimento humorístico de su comunicación, la generosa
escucha y la disposición dialogal, su apertura servicial, no eran comportamientos ligeros y epidérmicos
de su personalidad, sino que tenían un sólido fundamento teologal y manifestaban
una contextura y constancia permanentes de espiritualidad conseguidas a través
de un ejercicio continuo de disciplina, austeridad y entrega, que expresaban y secundaban
diligentemente la gracia de Dios que copiosamente lo acompañaba. No era casual o
sorpresivo en él lo que se había conquistado mediante una meditación y sacrificio
permanentes. Volaba alto porque se
sumergía bien hondo. El reconocimiento oficial de su santidad por la Iglesia al
proponerlo a la veneración y el culto públicos son definitivamente dicientes al
respecto.
Desde su adolescencia
seminarística (1895) hasta su ocaso vaticano preparando el Concilio (1962), el
referido Diario va detallando pasos de su peregrinaje espiritual, que
reflejan una oblación total a Dios, una imitación radical de Cristo y una
disponibilidad entera al Espíritu Santo, que se expresaban también en una
sencilla filiación mariana y un servicio sin reservas al prójimo y a la
Iglesia. Su robusta espiritualidad, en medio de cambiantes lugares y misiones de
diversa fisonomía religiosa y cultural, seguía un ritmo ordenado y sistemático,
en permanente revisión. Sus ejercicios espirituales, individuales o
comunitarios, regularmente realizados, conformaban conjuntos de días propicios
para profundizar, revisar y programar su vida en relación con Dios y con el
prójimo.
De particular significación en tal sentido son los apuntes hechos en su
retiro espiritual en Castel Gandolfo, en tiempo preparatorio del Concilio, del
lunes 10 al sábado 15 de septiembre de 1962. Al final compendia grandes gracias
recibidas, que por su peculiar significación recogemos aquí:
PRIMERA GRACIA. Aceptar con
sencillez el honor y el peso del pontificado, con la alegría de poder decir que
no hizo nada para provocarlo, absolutamente nada (…) SEGUNDA GRACIA. Hacerme
aparecer como sencillas y de inmediata ejecución algunas ideas nada complejas,
sino sencillísimas, pero de vasto alcance y responsabilidad frente al porvenir,
y con éxito inmediato (…). Sin haber pensado antes en ello, sacar a relucir en
un primer diálogo con mi Secretario de Estado, el 20 de enero de l959, las
palabras Concilio Ecuménico, Sínodo diocesano, revisión del Código de Derecho
Canónico, en contra de toda suposición o imaginación mía en este punto. El
primer sorprendido de esta propuesta mía fui yo mismo, sin que nadie me hiciera
indicación al respecto. Y decir que todo me pareció tan natural en su inmediato
y continuo desarrollo. Después de tres años de preparación, laboriosa
ciertamente, pero también feliz y tranquila, aquí estoy ya a los pies de la
santa montaña. Que el Señor me sostenga para llevar todo a buen término”[5]
Esta interpretación del lanzamiento de un Concilio la recogió el Papa en
su discurso inaugural del acontecimiento, cuando habló de un “toque inesperado,
un haz de luz de lo alto”. Idea que manifestaba una iniciativa del Espíritu
Santo, fuente primera de vida y renovación del Pueblo de Dios (DI 7).
En ese mismo discurso Juan XXIII explica los aspectos fundamentales de lo
que aspira sea el estilo (aire) y la finalidad (horizonte) del Concilio.
Disiente de los “profetas de calamidades” para subrayar la acción de la
Providencia en la historia presente; junto a la fidelidad al “sagrado depósito
de la doctrina cristiana”, invita a “mirar al presente” y las “nuevas rutas”
apostólicas que se abren; no actuar de modo repetitivo y condenatorio en la
exposición de la doctrina, sino en forma renovada, misericordiosa, positiva;
expresa a propósito de diversos temas lo que se sintetizaría comúnmente con el
término aggiornamento. Recalca, ya para concluir, que el Concilio debe
promover la unidad de la familia cristiana y humana. A más de medio siglo de
distancia se evidencia, una invitación pontificia a un cambio de actitud
eclesial con respecto a la modernidad, sin caer en el irenismo.
Hacia la unidad
La preocupación por la unidad en sus dos vertientes, la ecuménica
(intracristiana) y la general (interreligiosa y humana abierta) fue
expresamente planteada por el Papa Roncalli en su discurso de apertura
conciliar.
A. Unidad de la familia
cristiana:
La Iglesia católica estima, por tanto, como un deber suyo el trabajar
denodadamente a fin de que se realice el gran misterio de aquella unidad, que
Jesucristo invocó con ardiente plegaria al Padre celeste en la inminencia de su
sacrificio (DI 17).
Sobre la unidad intracristiana en 1960 constituyó el Secretariado para la
unión de los cristianos; y el Concilio produjo el Decreto Unitatis
Redintegratio sobre el ecumenismo. Con éste se conjuga bien la Declaración Nostra
Aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.
Muy significativo es lo que ese decreto afirma en su proemio: “Promover la
restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los principales propósitos
del Concilio Ecuménico Vaticano II” (UR 1). Vale la pena agregar que significativa
en dicho sínodo fue la participación activa de otros organismos cristianos como
observadores.
B.
Unidad del género humano:
(El Concilio ecuménico Vaticano II) mientras agrupa las mejores energías de la Iglesia y se
esfuerza en hacer que los hombres acojan con mayor solicitud el anuncio de la
salvación, prepara y consolida ese camino hacia la unidad del género humano,
que constituye el fundamento necesario para que la ciudad terrena se organice a
semejanza de la ciudad celeste, en la que, según San Agustín, reina la verdad,
dicta a ley la caridad y cuyas fronteras son la eternidad (DI 18).
Este tema de la unidad humana lo desarrolla con amplitud la Gaudium et
Spes especialmente en su capítulo II en el que afirma: “Dios, que cuida de
todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola
familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos” (GS 24).
Documento central y eje del Vaticano es la constitución Lumen Gentium
-documento íntimamente asociada con la Gaudium et Spes-, la cual tiene
un número clave en esta materia y es justo el primero. En él la Iglesia se
define en sentido unificante como signo e instrumento, en Cristo, de la unidad
humano-divina e interhumana, la cual constituye el sentido del plan divino
creativo-salvífico. Fuente y razón de esta unidad es Dios Unitrino, comunión
divina trinitaria (ver LG 4). Aquí encontramos la razón y el fundamento de la línea
teológico pastoral de comunión, o sea el eje articulador doctrinal y
práctico cristiano, formulada (descubierta) por la III Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano en Puebla (1979) y asumida posteriormente para el
Concilio Plenario de Venezuela (2000-2006), como lo declaró previamente el
Episcopado nacional, el cual agregó algo muy importante como fue la definición
de lo que es una línea teológico-pastoral [6].
Resulta así que Dios comunión, crea y salva por la comunión en y por
Cristo y, unida a él, la Iglesia como sacramento; ello explica el sentido de la
evangelización y la substancia del mandamiento máximo, así como la índole y telos
del conjunto de lo real. En ese marco se entiende la direccionalidad de la
historia querida por Dios y la fisonomía de lo definitivo.
En paz hacia la unidad
Dos obras podrían considerarse como estelares en el pontificado del Papa
Roncalli: sus ocho grandes encíclicas y el XXI Concilio Ecuménico. De aquéllas
sobresalen la Mater et Magistra sobre el reciente desarrollo de la
cuestión social a la luz de la doctrina cristiana (15 de mayo 1961, en el 70º
aniversario de la Rerum Novarum), y, particularmente, la Pacem in Terris
sobre la paz entre todos los pueblos, que ha de fundarse en la verdad, la
justicia, el amor y la libertad (11 de abril, Jueves Santo 1963). Ambas
recogen, como es costumbre, enseñanzas anteriores de la Iglesia en la materia,
buscando actualizarlas en nuevos contextos Sobre la última valgan aquí algunos
comentarios.
Juan XXIII entregó a la Iglesia y al mundo la Pacem in Terris poco
antes de su muerte el 3 de junio de 1963. Un bello regalo-recuerdo de
despedida. El destinatario fue -algo novedoso- junto al acostumbrado y
jerarquizado conjunto eclesial, “y a todos los hombres de buena voluntad”. La Pacem
in Terris, ahondando en la reflexión de Mater et Magistra refleja
un nuevo aire y ángulo de orientación, que responde a una nueva
interpretación de la relación Iglesia-mundo, como la dibujó la Gaudium et
Spes, ya desde su proemio mismo. La Iglesia no se interpreta frente o al
lado del mundo, sino al interior del mismo y a su servicio, en compartir y
solidaridad, continuando “bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo,
quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para
juzgar, para servir y no para ser servido” (GS 3). Una actitud que corresponde
a la autoidentificación sacramental unificante de Lumen Gentium (No. 1).
Podría decirse que se actúa un giro copernicano en autocomprensión: de un eclesiocetrismo a un “antropocentrismo”,
de una actitud autoritativa a otro dialogal, servicial. No se diluye la misión
evangelizadora, pero se la reinterpreta sacramentalmente, en apertura a
pueblos, culturas, religiones. Se reconoce a Dios como fundamento, fin y
garantía del ordenamiento humano, en el cual se destaca la dignidad humana, la
índole natural de los derechos-deberes humanos y el horizonte del bien común;
se pone atención a la interdependencia e interrelación de los estados y al
establecimiento de una comunidad internacional. Son razones por las cuales la Pacem
in Terris fue un documento papal que, como nunca antes, tuvo un excepcional
eco en instituciones internacionales.
La vida y actuación del Papa buono y la
fuerte emoción de cariño, admiración y agradecimiento que produjo a nivel
universal, es consecuencia de la novedad que él existencialmente introdujo en
la Iglesia y en el mundo.
Conclusión
Elegido Sucesor de Pedro a los 77 años se podía pensar en él como un papa
de transición, pero resultó ser en cinco años un arriesgado y apropiado
timonel en el mar revuelto del cambio epocal, con una brújula enderezada
al aggiornamento eclesial y abriendo ventanas a nuevos aires de paz universal.
Fue el Papa escogido por el Espíritu Santo para relanzar la Iglesia con
nuevos bríos hacia nuevos horizontes de humanidad, enfrentando inéditos y
serios desafíos, con alma de explorador y pionero.
El “Papa bueno” rebosaba de amabilidad y espontaneidad, que no eran
expresión de una simple disposición caracterológica, sino, en mayor hondura,
fruto de una espiritualidad profunda y sistemáticamente labrada en seria
disciplina y abonada conciencia. En él la auctoritas se entretejía con
la benevolentia en un conjunto de pastor bonus.
El Vaticano II fue su privilegiado legado, que entregó para ser concluido
y entrar en una praxis de renovación eclesial con patentes frutos positivos. Éstos
continúan desarrollándose, aunque acompañados también -nada extraño en lo
histórico humano- de radicalizaciones y extralimitaciones, “no precisamente
por, sino a pesar de”.
A Juan XXIII, que Dios envió a su Iglesia en el momento justo, lo
veneramos como santo. Para nuestra Academia es motivo de alegría, honor y animación,
contar con un sillón a su nombre.
Caracas, 12 de junio de 2024
[1] Ovidio Pérez Morales, Ediciones Paulinas 1990.
[2] Publicada originalmente en el Suplemento cultura del diario Últimas Noticias, Caracas, 29-4-79.
[3] Alvin Toffler, La
tercera ola, Barcelona, Plaza & Janes, S. A., 1980.
[4] Ediciones
Cristiandad, Madrid 1964.
[5] Ibid. 406 y sig.
[6] CONFERENCIA
EPISCOPAL VENEZOLANA, Carta Pastoral Colectiva Con Cristo hacia la comunión
y la solidaridad, 10 enero 2000.La definición es: “la noción o categoría,
interpretativa y valorativa, que constituye el principio o eje unificador de lo
que teológicamente se afirma y pastoralmente se propone” (18).
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