Cuando Luis Alberto Machado se
lanzó a la aventura de la Revolución de la Inteligencia, que llegó -muy pronto
pero de paso- a concretarse hasta en un ministerio de gobierno, tocó a fondo en
la riqueza del pensamiento. El país está en deuda, por cierto, con la
continuación de aquella iluminadora iniciativa. Inteligencia, pensar y razón,
con sus obvios matices, son términos intercambiables y así los manejamos aquí.
Este tema tiene hoy particular
actualidad, cuando la política oficial en el país es de criminalizar el libre
pensar y de hegemonizar la comunicación. No puedo menos de traer aquí aquello
de que “no hay nada más peligroso que enseñar a alguien a pensar con la propia
cabeza”.
El ser humano dispone del regalo
divino de la inteligencia. Un don que, en términos aristotélicos, es un maravilloso
potencial desafiado siempre a pasar al acto, es decir, a un ejercicio abierto e
ilimitado. Del razonar, lamentablemente, hacemos los humanos poco uso, quedándonos
en escasos desarrollos teóricos y en aplicaciones de inmediato pragmatismo. El
pensar, como ejercicio propiamente espiritual, tiene, de por sí, una apertura
dialogal, que es característica fundamental de la persona.
Razón y comunicación van, pues,
de la mano, por la naturaleza espiritual del hombre; y no sólo se entienden
juntas, sino que mutuamente se alimentan. La comunicación enriquece la
inteligencia, y la razón impulsa la comunicación. Todo lo cual, obviamente,
significa un progreso individual y comunitario.
Ahora bien, razonamiento y
comunicación, como actividades del espíritu y, más integralmente, de la
persona, expresan y exigen la presencia de la libertad, como acompañante y
marco. Razonamiento amarrado y comunicación encadenada constituyen expresiones
contradictorias.
Una comunidad recibe el calificativo
de auténticamente humana por el ejercicio libre de su inteligencia y de
su comunicación. Es lo que la Declaración Universal de los Derechos Humanos de
1945 buscó proteger. Como es sabido este documento respondía a los crímenes
cometidos en el inmediato pasado contra la dignidad humana, entre otros, en
materia de pensamiento y comunicación libres.
Una sociedad humana merece tal
título, cuando satisface a las exigencias básicas, irremplazables, de su
condición corpóreo-espiritual y, más precisamente de su realidad personal, a
saber, el pensamiento libre, la comunicación abierta, acompañadas de
responsabilidad, eticidad, participación y solidaridad.
Venezuela experimenta hoy una
crisis global: socio económica, política y ético-cultural. Varios factores
causales son de señalar correspondientes a esos diversos ámbitos, entre los
cuales urge señalar las amarras a la libertad de pensamiento, de iniciativa
civil, de organización política, de comunicación social.
Con ocasión de las persecuciones
comunistas se llegó a hablar de la “Iglesia del silencio”, como sinónimo de
persecución religiosa. Hoy en Venezuela podemos hablar de “sociedad del
silencio”, para referirnos a la persecución de la disidencia en los más
diversos aspectos y diferentes órdenes de la convivencia ciudadana. “Prohibido
pensar” es lema-objetivo real del Régimen, con todo lo que ello implica de
trabas al desarrollo de las personas, de la comunidad, del soberano. Algo obviamente
inhumano, anticristiano
Felizmente el 28 de julio 2024 ha
emergido como símbolo de la racionalidad y libertad humanas, que ninguna fuerza
temporal puede extinguir. Ha sido expresión, no tanto de la oposición de un
pueblo a un poder autocrático, de proyecto totalitario, cuanto de la aspiración
irreprimible de una comunidad humana a la libertad, al encuentro fraterno, al
progreso compartido. Fue un grito de esperanza, un estallido de ilusión. No
sólo un tsunami de votos positivos, cuanto un clamor de soberano decidido.
Pensar y comunicarse en libertad,
delitos para un régimen irracional y antihistórico, son expresiones y
exigencias irrenunciables del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios,
que, como comunión trinitaria, es el inteligente y comunicador perfectísimo.
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