¿Qué misión recibió de Jesús la
Iglesia como congregación de creyentes?
La respuesta la sintetiza el evangelista Marcos en palabras dirigidas
por Cristo resucitado a sus apóstoles: “Id por todo el mundo y predicad el
evangelio a toda criatura” (Mc 16, 15). La misión consiste, pues, en la evangelización,
es decir, la comunicación de la buena noticia.
Esta evangelización como aparece
en el citado texto bíblico y otros paralelos como Mateo 28, 19, comprende no
sólo la predicación de la buena nueva, sino otras actuaciones, como el
bautismo, que configuran y manifiestan la comunidad cristiana.
Estas tareas básicas, objetivos
específicos de la misión de la Iglesia, constituyen las dimensiones de
la evangelización, que pueden concretarse en seis y constituyen un conjunto
orgánico de elementos interrelacionados y complementarios, como son: la
proclamación de la buena nueva, la
formación de la fe de los creyentes, la celebración litúrgica de esta fe, la
organización de la comunidad con sus diferentes servicios, la puesta en práctica individual y social del
mandamiento del amor, y el diálogo con los que no comparten la misma fe. Desde
sus primeros momentos la congregación de los seguidores de Cristo se fue manifestando
y multiplicando con esta variedad de objetivos. Ya en la primerísima comunidad
surgida en Jerusalén a raíz de Pentecostés (efusión del Espíritu Santo y
primera predicación de Pedro) se percibe esa diversidad de tareas.
Quisiera a continuación detenerme
en el quinto objetivo, la solidaridad fraterna. La primera narración sobre una
comunidad cristiana la ofrece el libro de los Hechos de los Apóstoles; allí
aparece que los cristianos compartían sus propiedades y sus bienes (2, 44-45) y
“ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las
cosas en común” (4, 32). Se expresaba así una completa solidaridad inicial, en
la cual la convivencia real iría imponiendo sus condiciones y limitaciones.
Pero el ideal de comunión estaba definido.
La fe y la praxis cristianas han
de tener una expresión concreta de compartir efectivo en el ámbito social. El amor
cristiano no es para quedarse en lo sólo espiritual, en proximidad afectiva; ha
de reflejarse en real coparticipación en el tener (economía). Desde los primeros
tiempos se vino precisando “la destinación universal de los bienes” como uno de
los principios básicos de la enseñanza social de la Iglesia. Indispensable
tarea en la aplicación de ese principio es conjugar idealismo y realismo en el escenario
histórico siempre en movimiento.
Lo dicho sobre el tener
(lo económico) ha de aplicarse -en el modo y medida que corresponde- al poder
(lo político) y a la calidad de vida (lo ético-cultural), es decir, al
conjunto de la sociedad o polis, comenzando por las agrupaciones
primarias como la familia y el vecindario.
La fe, lo cristiano, la Iglesia
tienen, por tanto, en lo real concreto un campo obligante de trabajo. No son
factores alienantes de lo socio-histórico como decía Marx, sino, al contrario, positivamente
comprometedores y de lo cual los humanos seremos examinados en el Juicio Final,
según lo anunciado por Jesús (Cf. 25, 31-46).
El Papa León XIV ha dicho
recientemente que la Doctrina Social de la Iglesia no es optativa para la comunidad
eclesial, comenzando por su jerarquía y privilegiando al laicado. Y con mucha
razón. Lo cual significa que contribuir a la edificación de una “nueva
sociedad” (economía solidaria, política democrática, cultura de calidad humana)
obliga a todos los cristianos. La Iglesia existe en polis como campo de
ejercicio de su misión. Por ello es ineludiblemente política (con
modalidades según sectores eclesiales, vocaciones, circunstancias y
oportunidades), consecuente con el mandamiento máximo del Señor.
Esto sea dicho especialmente
cuando surgen regímenes de corte totalitario como el actual venezolano, que se
creen dueños de la economía, hegemones de la política y gestores de lo
cultural. Consideran la totalidad de lo social como propiedad de autoridades
públicas y colectivos partidistas.
Hoy más que nunca el cristiano ha
de tomar conciencia de su obligante protagonismo histórico-cultural. Siempre en
apertura dialogal y corresponsable.
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