No pocos libros se han venido escribiendo sobre José Gregorio Hernández,
rica personalidad que se presta a ser expuesta en sus múltiples y
significativas dimensiones. Por demás está decir que sus facetas como
persona de hondura caritativa y cientificidad de altura son las que se
recuerdan con particular aprecio.
El escarbar en la vida de José Gregorio fue para mí un feliz encargo
recibido en mi tiempo de universitario en Roma, cuando fui asignado como
ayudante del postulador de la entonces incipiente causa, el P. Carlos Miccinelli,
jesuita. Tuve así la fortuna de contribuir en los primeros pasos del proceso de
beatificación, permitiéndome familiarizarme con la “vida y milagros” de nuestro
santo.
Hay una original faceta del “médico de los pobres”, que María García de
Fleury convierte en capítulo de una biografía, el cual lleva como título: “El
político”. Algo muy oportuno cuando el recuerdo y la veneración de José
Gregorio tienden a reducirse a aspectos religiosos de sesgo individual e
intimista, a la exaltación de su caridad en expresiones privadas y al
reconocimiento de su innegable protagonismo universitario y académico. No se
trata aquí de minusvalorar o relativizar elementos, sino de integrarlos en un marco
más amplio y circunstanciado de interpretación.
El referido capítulo nos muestra al Santo de Isnotú como una persona bien consciente
de su pertenencia a una polis (convivencia, ciudad) concreta, que le exige
un compromiso ciudadano efectivo en lo tocante al bien común, a la
res publica. Conviene subrayar esta operosidad cuando es frecuente cubrir
lo político de un manto de misteriosidad, reserva o distancia, olvidando
que la persona humana es por naturaleza “política”, emerge y se desarrolla ineludiblemente
en un relacionamiento de interacción social, que comienza en la propia familia
y se va ampliando en círculos crecientes hasta la integración en la polis
global. El Génesis nos habla del hombre creado como ser social, al cual
Aristóteles habría de identificar como animal político. De allí que
expresiones como la de que “yo no me meto en política” carecen de sentido, si no
se específica de qué política se trata (ejercicio de poder o
alineamiento partidista). Porque uno nace ya político. Y quien dice que no se
mete, está ya metido… y por cierto, no raramente, mal.
José Gregorio en la polis fue un ciudadano activo, tanto en la vida
ordinaria como en la universidad y la academia; caritativo en expresiones sociales
menudas y hospitalarias; fue el primero en alistarse en su parroquia cuando el
país se vio amenazado de invasión; asumió pública denuncia ante agresiones gubernamentales
a la Universidad y el cierre de la misma; formó agentes de servicio sanitario
público, interpretando la investigación y la docencia como obligante servicio
nacional; asumió la evangelización de la cultura en su amplio sentido, como
tarea indeclinable del laico católico. Lo guiaba una convicción de fe profunda,
pero abierto al diálogo (baste pensar en el binomio amistoso Hernández-Razetti).
Con un entorno cultural de beligerante acento positivista y bajo un régimen
político opresivo, se entregó de lleno a servir en perspectiva de fraterna solidaridad,
no a pesar de, sino precisamente por su firme convicción cristiana.
“Su venezolanismo -recuerda María de
Fleury- lo esparció en toda su actividad social, literaria y profesional. Su
ejemplo de abnegación, cariño por las tradiciones patrias, por las glorias
nacionales y el amor por compatriotas enfermos y pobres, su padrinazgo
espiritual en materia educativa, el cumplimiento exacto de las leyes y el valor
de su personalidad, lo han convertido en gloria nacional”.
En una Venezuela de represión política, con ausencia de un estado de
derecho y grave fractura de la convivencia, abundosa en corrupción
administrativa y en pobreza del pueblo, José Gregorio Hernández constituye una
invitación existencial a la justicia y la paz, a la participación y la solidaridad,
a la coherencia de fe y vida. A una presencia y una acción políticas orientadas
a una “nueva sociedad”, “civilización del amor”.