El Concilio Vaticano II estampó en el frontispicio de su documento central, Lumen Gentium, la siguiente definición: “la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1).
Definida así la Iglesia, quedó declarado de modo implícito, patente, el norte u objetivo fundamental de su misión en el mundo: la comunión humano-divina e interhumana. Una comunión que ha de desarrollarse en el tiempo y alcanzará su plenitud cuando se dé la congregación universal definitiva de todos los justos de la historia cabe la Trinidad (ver LG 2).
Propósito del presente libro es mostrar cómo la noción de comunión, no sólo define al Pueblo de Dios y determina el sentido de la evangelización, sino que, todavía más, constituye el núcleo articulador de toda la realidad (doctrina y praxis) cristiana.
La formulación de una tal categoría articuladora tanto de lo doctrinal como de lo práctico, constituyó un elemento fundamental y magisterialmente original en dos importantes reuniones eclesiales en América Latina, la una a nivel continental (Puebla, 1979), la otra a nivel nacional (Concilio Plenario de Venezuela, 2000-2006).
Ambas tuvieron como objetivo común la evangelización (Puebla) o “nueva evangelización” (CPV), en correspondencia con los serios desafíos planteados a la Iglesia en los nuevos escenarios histórico-culturales.
Pablo VI había brindado un aporte iluminador muy importante sobre la misión evangelizadora de la Iglesia con la exhortación Evangelii Nuntiandi (1975), publicada a raíz del Sínodo de 1974 y orientada a la realización de aquella tarea en el mundo contemporáneo. El Papa definió allí la evangelización como “la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (No.14) y amplió la comprensión de esa categoría, pasando de una noción restringida al primer anuncio y la formación de la fe -ámbito que se suele denominar profético- a otra, que abarca la totalidad de la misión de la Iglesia y, por ende, también los ámbitos celebrativo, organizacional de la comunidad y promocional humano.
Campos operativos todos ellos, que han de ser interpretados como “complementarios y mutuamente enriquecedores” (No 24).
La III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, aprobada por el mismo Pablo VI y celebrada bajo el pontificado de Juan Pablo II, tuvo como lema-tema “La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina”. La Presentación de su documento conclusivo define como objetivo de la evangelización “restaurar y profundizar la comunión con Dios y (…) entre los hombres”; y formula la categoría comunión como línea conductora o línea teológico-pastoral de la III Conferencia, complementándola con otra, la de participación.
Dos décadas después de Puebla, justo en los inicios del nuevo milenio, se reunió el Concilio Plenario de Venezuela, teniendo como “sentido y finalidad (…) trazar un conjunto de orientaciones y normas que ayuden a concretar la nueva evangelización”, según lo expresado previamente por el Episcopado venezolano (GES l4). Éste determinó, como cuestión fundamental para dicho Concilio, su línea teológico-pastoral como núcleo articulador; a este propósito asumió de Puebla la categoría comunión, asignándole esta vez como acompañante la noción solidaridad.
Aparece claro cómo tanto Puebla como el Concilio Plenario en su propósito de definir el norte de la evangelización o nueva evangelización, encontraron que éste no es otro que la comunión. Además, casi por un proceso connatural, hallaron que dicha noción viene a constituir el núcleo articulador, la noción englobante, de la totalidad cristiana. A ese núcleo lo denominaron línea teológico-pastoral.
Hemos recibido así una categoría que muestra la coherencia y unidad de lo que los cristianos estamos llamados a creer y a poner en práctica. Ella permite que los múltiples elementos, tanto doctrinales como operativos, expuestos en los catecismos y otros compendios, no aparezcan como simple sucesión o agregado de enseñanzas y orientaciones, sino que se muestren como un conjunto orgánico en torno a un eje estructurante.
Lo mismo puede aplicarse al variado material que se ofrece en los cursos teológicos, en los talleres pastorales para preparar evangelizadores o en las charlas formativas sobre la doctrina de la Iglesia en encuentros de diversa índole.
No sin razón la búsqueda de la unidad fue de lo primerísimo que se planteó en la historia del pensamiento filosófico a partir del siglo VI a C. Los pensadores de entonces intuyeron fácilmente, en efecto, que la realidad, para ser aprehendida como “razón” (logos), no podía descansar en la pura constatación de lo múltiple y lo diverso. Se emprendió una ineludible labor en aquella dirección, aun al precio, muchas veces trágicamente pagado, de interpretar la unidad como “unicidad”, reduciendo o hasta eliminando el valor irreductible de la diversidad y la singularidad.
La importancia y la utilidad de un tal núcleo articulador saltan a la vista. Ciertamente serán muy distintas la comprensión y la comunicación, así como la fuerza animadora de la “buena nueva” cristiana, si en vez de presentarse como un listado o yuxtaposición de proposiciones doctrinales y directrices morales o pastorales, éstas aparecen como un todo armónico alrededor de una categoría enucleante, un eje, que las conjuga e interrelaciona, sin sacrificar en modo alguno ni la diversidad ni las oposiciones entre los elementos que entran en juego en un escenario, por lo demás, no sólo de luces, sino también de sombras.
Ese núcleo se convierte, por dinamismo intrínseco, en el norte claro u objetivo preciso del concreto ejercicio de la misión evangelizadora de la Iglesia, ya en lo concerniente a la vida interna de ésta, ya en su servicio al mundo, contribuyendo también en la construcción de la justicia y de la paz en la perspectiva de la opción por los pobres.
Puebla y el Concilio Plenario, al formular lo que definen como línea teológico-pastoral, han dado un aporte muy positivo, original y rico en consecuencias, sobre una cuestión de tanta trascendencia como es la unidad y coherencia del mensaje que la Iglesia tiene como tarea anunciar, celebrar y actuar en la humanidad.
El concepto línea teológico-pastoral, tal como lo precisó Puebla, ha sido una feliz invención de la III Conferencia en la acepción más original y plena de ese vocablo (el verbo latino invenio-ire significa encontrar, descubrir, hacer por primera vez, idear). Y la identificación de esa línea como comunión constituye un tesoro inestimable, que es preciso conservar, enriquecer y aprovechar en la Iglesia, no ya sólo de nuestro Continente, sino también a escala universal. Su explicitación y empleo serán altamente beneficiosos en estos tiempos de renovación eclesial y de nueva evangelización. Tiempos de un nuevo aire evangélico alimentado por el Papa Francisco, quien de modo fresco y sencillo promueve una Iglesia más cercana, compasiva y solidaria con un mundo, cuyo bullicio y autosuficiencia no pueden ocultar frustrantes soledades y confrontaciones, si bien tampoco hondos anhelos de unidad. Del reciente documento pontificio Evangelii Gaudium recoge este libro oportunas orientaciones, sobre todo en materia de espiritualidad de comunión, fundamento insustituible de una coherente y creíble pastoral de comunión en y para la humanidad contemporánea.
El presente trabajo busca poner de relieve la importancia y estimular el máximo aprovechamiento del hallazgo de Puebla, con su ulterior enriquecimiento venezolano, en la nueva evangelización. La mención de línea teológico-pastoral en el transcurso de esta exposición se hará, comúnmente, mediante el sinónimo privilegiado de núcleo articulador teológico-pastoral, que expresa más gráficamente la función organizadora de dicha línea.
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