Testamento pascual de Jesús de Nazaret; así se puede denominar el Sermón de la Última Cena
dirigido por el Maestro a sus discípulos antes de padecer su muerte en cruz, la
cual se transformó en resurrección gloriosa. De allí el término de muerte pascual,
que indica una derrota transformada en triunfo.
Ese Testamento lo encontramos en el evangelio de Juan,
capítulos del 13 al 17. El Señor da allí
sus últimas instrucciones y declara su mandato máximo y definitivo. Éste
sintetiza la ética y la espiritualidad de quieran seguirlo. Es lo que se llama
el “mandamiento nuevo”.
Una vez un fariseo interrogó a Jesús, con ánimo de ponerlo a
prueba, acerca de cuál era el mandamiento mayor de la Ley. Tal pregunta no era ociosa, dada la cantidad –centenares-
de preceptos que al judío observante se le ponían por delante a la hora de mostrar su fidelidad
a Dios. La cuestión tocaba lo esencial, el corazón de la moral a practicar.
Según Mateo, que relata esta conversación, Jesús respondió: “Amarás al Señor,
tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el
mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 37-39).
Estos dos mandatos no aparecen simplemente yuxtapuestos, sino
en íntima conexión. Más aún, el Sermón de la Cena prácticamente los reduce a uno, que Jesús
remacha: el amor al prójimo. Como si el amor a Dios tuviese su concreción en el
que se tenga al prójimo. Como lo enfatiza la Primera Carta de Juan: “quien no
ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4, 20)
¡El prójimo “presencializa” a Dios!
“Este es el
mandamiento mío: que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,
12). Aquí hay una tonalidad, que es preciso subrayar, la del amor recíproco. Los
actos de culto y las expresiones religiosas
del cristiano deben de interpretarse y vivirse a la luz de esta
enseñanza. Tienen, en efecto, una direccionalidad hacia el prójimo referente a
respeto, servicio, comprensión, solidaridad, convivencia, unión, comunión. A
este propósito recordemos lo que la Carta de Santiago entiende por “religión
pura e intachable” (St 1, 27). El encuentro con el “Otro” exige y alimenta, el encuentro con el “otro”,
especialmente si débil y necesitado.
Cuando se habla, entonces, de “voluntad de Dios”, de mandamiento
y mandamientos (pensemos en el Decálogo),
es preciso interpretarlos en sentido no sólo negativo (no matar, no robar, no
mentir…) sino, también y principalmente positivo, proactivo. Podemos decir, por
consiguiente, que “no matar” debe
traducirse por cultivar una cultura de
la vida, defender y promover los derechos humanos y todo aquello que sirva al desarrollo integral
de la persona y de la comunidad; “no robar” debe entenderse como compromiso por
la justicia y la solidaridad en los más diversos órdenes del relacionamiento
interpersonal y social; y “no mentir” debe llevar a una práctica de la verdad, de
la veracidad en actitudes y comportamientos en lo privado y en lo público.
El amor a que se refiere Jesús no se queda en
anhelo romántico sin
consecuencias sociales; en “bonachonería” que se complace con todo y se
acomoda a todo. Constituye un dinamismo exigente
de cambio en positivo. Con expresiones también de crítica, denuncia,
resistencia ante lo que se considera indebido, malo, perverso, pero que no se actúan
en perspectiva del odio y retaliación, sino en la de reconocimiento de
las personas y buscando su conversión hacia el bien. De amor tenemos un modelo
humano-divino en Cristo; y ejemplos de nuestra misma condición, en gente como
Gandhi, ML King, Mandela, Madre Teresa y Romero.
Me complace concluir estas líneas con algo que escribió Einstein
a su hija Lieser: “Hay una fuerza
extremadamente poderosa (…) que incluye y gobierna a todas las otras, y que
incluso está detrás de cualquier fenómeno que opera en el universo (...) Esta
fuerza universal es el AMOR”.
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