Conversión es un término denso.
Significa cambio, pero implica mucho más. Toda conversión es cambio, pero no viceversa. El caminar es sucesión de
cambios. Pero lo de San Pablo en el camino de Damasco fue conversión.
La conversión es un cambio en
profundidad. De corazón. La vida adquiere un nuevo sentido. Cuando Jesús comenzó
el ejercicio de su misión, exhortó a sus oyentes a convertirse ante la
proximidad del Reino de Dios (Mc 1, 15).
El 24 de mayo Francisco nos ha
lanzado la invitación-desafío a una conversión
ecológica con su formidable encíclica Laudato
Sí sobre el cuidado de la casa común.
No propone el Papa simplemente el cambio de algunos comportamientos
irresponsables respecto del ambiente, los cuales están llevando a desastres
patentes. Lo que formula es de gran
trascendencia y suma hondura: la reformulación radical de nuestra relación con
el ambiente (naturaleza, tierra, mundo).
Francisco recoge y enriquece
notablemente la enseñanza de pontífices cercanos como Juan Pablo II (quien ya
había usado el término conversión ecológica) y le da un desarrollo actualizado
y sistemático en la encíclica. Introduce de lleno lo ecológico en el ámbito de
la reflexión teológica, así como en el de la vida y espiritualidad cristiana. De
la periferia conceptual y práctica traslada la cuestión al campo de la fe y del
actuar del creyente. Consiguientemente al de la misión de la Iglesia, la
evangelización y, por ende, al del diálogo ecuménico, interreligioso,
interhumano.
Hablando de términos densos, Francisco emplea igualmente otro, el de comunión, para precisar el tipo de conexión de la
espiritualidad del cristiano con el propio cuerpo, la naturaleza y las
realidades de este mundo.
Comunión en sentido propio, estricto, expresa la íntima relación, el compartir, el encuentro,
entre personas. Jesús nos ha revelado a Dios como comunión –perfecta, inefable-
en cuanto es, en su unicidad (Dios es uno y único), interrelación personal trinitaria,
“familia divina”: Padre, Hijo y Espíritu. Dios no es soledad.
En esta “lógica” de unidad, el
mensaje cristiano subraya como objetivo del proyecto divino creador-salvador,
la comunión de los seres humanos con Dios y de los seres humanos entre sí. Dicho
plan (la Biblia lo denomina Reino o Reinado de Dios) tiende a la realización,
desde el aquí y ahora del peregrinar terreno, de una gran fraternidad
universal, íntimamente unida a la Trinidad divina. El gran signo e instrumento
de ese proyecto unificante es Jesucristo, El Hijo de Dios hecho hombre, quien
para tal fin ha asociado históricamente a su Iglesia.
La noción o categoría comunión ofrece la clave –núcleo
articulador- para entender el mensaje cristiano en su coherente integralidad. En
este contexto se entiende por qué Jesús ha dejado como mandamiento máximo aquello
que precisamente construye comunión, a saber, el amor.
La conversión ecológica lleva a
entender y vivir la relación con el entorno natural en términos de comunión (tomando este vocablo aquí en
acepción amplia). No era otra la visión del poverello
de Asís al tratar al sol, a la luna, a los animales, como hermanos y a la tierra
como madre. El encuentro con Jesucristo reformula
las relaciones del cristiano con el mundo que lo rodea. Proteger “la obra de
Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional
ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana” (LS 217).
“El cuidado de la naturaleza es
parte de un estilo de vida que implica capacidad de convivencia y comunión” (LD 228). Una ternura con las cosas
que refleje la ternura con los prójimod. Una ecología integral, global, conjuga el relacionamiento del ser humano con: su entorno
natural, su multiforme comunidad histórica, la Trinidad divina. El cuido del
ambiente se entreteje así con el de la polis
pequeña y grande. La conversión ecológica pide hacer del hábitat la “casa común” de una genuina fraternidad abrazada al Dios-Amor.
Hermosa y exigente visión cristiana, que se propone en apertura dialogal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario