El Papa Francisco dejó claras
ciertas cosas en la ONU, que tienen particular resonancia en Venezuela. Se
trata de los límites y la distribución del poder. Abordó éstos temas desde la
soberanía del derecho y en el contexto de la relación justicia-fraternidad.
En primer lugar el Papa recordó
la necesaria limitación del poder. Expresó que ésta “es una idea implícita en el concepto de
derecho. Dar a cada uno lo suyo,
siguiendo la definición clásica de justicia, significa que ningún individuo o
grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de
la dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus
agrupaciones sociales”.
Apliquemos esta afirmación del Papa a la actuación de la autoridad
pública en el hoy de nuestra política nacional. Pues bien, si algo
ha caracterizado en este siglo el ejercicio del poder en Venezuela, ha sido la
pretendida omnipotencia de los gobernantes, iniciada por la del significativamente denominado “comandante
eterno” y continuada por quienes enarbolan la “Revolución” como principio y criterio máximos de la conducción
del país. Esto constituye un retroceso hacia el absolutismo regio, la
sacralización del poder político y la
identificación de la suerte del Estado con la una ideología, un grupo
partidario o una persona. Como prototipo histórico de una tal tendencia ha quedado el monarca francés Luis XIV (+1715) con su
definición “El Estado soy yo”. Y como expresión de “omnipotencia” criolla el anecdotario
nacional registrará el “exprópiese” del
comandante temporal, cuando decidía alegremente el destino de bienes que no
eran suyos.
Con ínfulas de “omnipotente”, el
régimen del SSXXI pasa por encima de los
Derechos Humanos, de los imperativos de la Constitución, de los reclamos
de organismos internacionales y -last but non least- de fundamentales
exigencias de la cortesía y la
delicadeza humanas. En línea de “omnipotencia” busca imponer en nuestra patria
un proyecto totalitario; lo ha denunciado repetidas veces la Conferencia Episcopal Venezolana. En nombre
de una ideología con pretensiones de fatalidad histórica se pone a todo un
pueblo al servicio de fórmulas y
programas, que aplastan los reales intereses de la gente de carne y hueso. Resultado: el pueblo es
servidor de la elite gobernante y no lo contrario. En consecuencia, poco
importan la opinión, los sentimientos,
los sufrimientos de los ciudadanos, frente a la conservación y el acrecentamiento del poder de la cúpula
gobernante.
En segundo lugar Francisco asumió
y amplió lo que desde Montesquieu se viene subrayando para la configuración de
un Estado: “La distribución fáctica del
poder (político, económico, de defensa, tecnológico, etc.) entre una pluralidad
de sujetos y la creación de un sistema jurídico de regulación de las
pretensiones e intereses, concreta la limitación del poder”.
Nuestra Constitución dedica amplio
articulado para establecer un Estado de derecho con pluraridad de poderes enderezada a garantizar una efectiva
convivencia democrática. No los separa para contraponerlos, sino para que, en
constructiva interrelación y mutuo
control, contribuyan a una efectiva
salvaguarda de los
derechos de los ciudadanos y del
progreso global de la nación. Lamentablemente, bajo la consigna de “un solo
poder”, se operado en estos últimos años una concentración de los poderes en el
Ejecutivo, en la cual la culpabilidad del Tribunal Supremo de Justicia se ha
exhibido de modo vergozoso. Expresión
patente de esto han sido condenas
jupiterianas de inocentes por parte del
monarca-presidente, mecanografiadas ulteriormente por juzgados de papel.
El Papa Francisco recordó en la
enseñanza que he comentado, elementos básicos de la Doctrina Social de la
Iglesia como son la dignidad-centralidad de la persona humana y el poder como
servicio, así como los principios de participación y subsidiaridad, indispensables
para la edificación de una “nueva sociedad”.
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