Berlín estuvo dividido por un muro durante 28 años (13 agosto
1961-9 noviembre 1989). No sólo la ciudad como espacio geográfico (calles,
parques, plazas), sino, lo realmente grave, como convivencia humana (familias,
amistades, comunidades de variada índole).
Cuando en 2011 se conmemoraron en múltiples formas los 50
años del inicio de la construcción del Muro, tuve la oportunidad de apreciar allí
mismo lo que esa barrera ignominiosa había significado para la población, tanto
de dicha ciudad como de Alemania entera.
Coronas fúnebres en lugares simbólicos eran memoriales de intentos de fuga hacia la libertad pagados al
más alto precio.
La caída del Muro no fue el producto de una operación
concertada, sino de la avalancha de berlineses del sector comunista hacia el
libre, ante la noticia de que sus autoridades habían ampliado la posibilidad de
comunicación entre ambas partes de la ciudad. El desmantelamiento del Muro
comenzó de inmediato y de modo espontáneo; en ello contribuyeron,
sorpresivamente, contagiados por el entusiasmo general, miembros de los cuerpos
armados rojos encargados de la vigilancia. Le reunión de berlineses y alemanes
se consumó sin enfrentamientos ni derramamiento de sangre; los miembros de la esfera oficial comunista no desaparecieron; los
habitantes de uno y otro lado del Muro
se entretejieron ¿Qué pasó? De allí en
adelante la secuencia de los acontecimientos se aceleró hasta la completa
reunificación de Alemania.
Las características de la caída del Muro –unidas a las de cambios
semejantes- han sido para mí fuente de honda y variada reflexión. Y de exhortación
a no simplificar hipótesis respecto de mutaciones políticas de envergadura.
Confieso que la eliminación del Muro, la reunificación
alemana y el desmoronamiento del bloque comunista
no constituían para mí real problema. No les veía, en efecto, soportes de solución. Destacaban como puras
incógnitas, que yo remitía a un por-venir indeterminado; histórico, obviamente,
pero tan lejano como para no convertirse en causa de pre-ocupación. Tendía más bien a imaginarme
su acontecer en términos “apocalípticos” como conflagraciones- mortandades macro,
extraordinarias intervenciones de lo alto. (Alguien se atrevió a fabricar esta
paradoja: “Lo que más cabe esperar es lo inesperado”)
Ciertamente me alentaba el pensar que la racionalidad y la
bondad, la búsqueda de justicia y libertad
humanas no se podían extinguir, así como la activa presencia de Dios en
la historia; también que la naturaleza inhumana de proyectos totalitarios como
el comunista llevan en sí los gérmenes de su descomposición; y que los sistemas
proclamados para perdurar mil años han demostrado ser castillos de naipes. El
Altísimo “dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los
poderosos y enaltece a los humildes” cantó la Madre de Jesús en su Magnificat (Lc1, 51-52).
Frente a la situación nacional y a las puertas de las
elecciones parlamentarias del 6D ha venido a mi mente, mi corazón y mi oración
que dicha jornada puede ser- deberá ser- será la de la caída del “muro
venezolano”, que divide la entraña nacional. Jornada de la re-unión, del
re-encuentro de los venezolanos para re-constituir la convivencia nacional,
democrática pluralista, la cual, multicolor-polifónica, habite, “no a pesar de”
“sino con” sus diferencias, esta Patria, llamada a ser “casa común” de todos
los nacidos aquí o que se han venido a sembrar en nuestra tierra. Se tendrán
así la unidad que la Constitución establece y la fraternidad que Dios exige.
Sin Muro no se hablará
más de apátridas y patriotas, de juventud expulsada a otros países por una
madre que no la reconoce, de presos por pensar con su propia cabeza, de “listas”
de subhumanos. Se tendrá la relegitimación del poder y la reinstitucionalización de la República
según los dictados de la Constitución. Es lo que tantos queremos al plantear la
necesidad de un Gobierno de transición-unión-salvación nacional.
6D sea-será la caída del “Muro de Venezuela”.
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