Creo firmemente en la victoria de la verdad sobre la mentira, de la libertad sobre la opresión, de la justicia sobre la
injusticia, de la paz sobre la guerra, del amor sobre el odio. Y lo creo precisamente
en esta historia que los seres humanos
tejemos en el tiempo como un claroscuro de marchas y contramarchas, de logros y
frustraciones.
A creer me impelen dos razones, no opuestas, sino
complementarias. Una antropológica experiencial, fundada tanto en la condición
misma del ser humano, que es potencialidad ética y espiritual, como en el balance
de su recorrido histórico. La otra, cristiana, fundada en la palabra de
Dios y su promesa indestructible.
En cuanto a la primera razón, cabe recordar que ha habido y
hay interpretaciones pesimistas del sentido de la historia, como si ésta fuese un
agravarse sucesivo de males. Pienso, sin embargo, que considerando globalmente
las cosas, sin ignorar los altibajos e incongruencias del devenir humano, pero no
dejándose encerrar por acontecimientos singulares o sectoriales, se puede advertir,
junto al evidente progreso científico-tecnológico, un perceptible avance en
humanización. Pongamos el caso de los derechos humanos; a pesar de que nuestro
tiempo registra violaciones masivas y patentes en este campo, no es menos
cierto que la toma de conciencia acerca de la dignidad del ser humano y de sus
derechos fundamentales se ha venido imponiendo y desarrollando a nivel
universal. Quien en la actualidad los viola, trata normalmente de ocultar, disfrazar
o excusar el delito. La esclavitud y la tortura no se exhiben ya legal y públicamente.
Y la opinión internacional juzga como casos excepcionales y repugnantes las
crueldades por ejemplo, del fundamentalismo islámico y el narcoterrorismo.
La otra razón está fundada en la fe cristiana, según la cual
la historia de la libertad humana se desarrolla en la presencia activa de un
Dios-Amor, que con su sabiduría y bondad trascendentes
la sostiene y la orienta a una plenitud de comunión humano-divina e interhumana
en el “más allá” de esa historia. El último libro de la Biblia, el Apocalipsis o Revelación, con un rico
conjunto de símbolos describe la “polis” (“Jerusalén”) definitiva, como ámbito y convivencia de luz, unidad, vida y felicidad plenas. El recorrido humano en el
tiempo se concibe entonces como un peregrinar con sentido y densidad propios,
pero dinámicamente acompañado por Dios a una irreversible perfección. Los
humanos, protagonistas de esta historia, somos limitados, frágiles y también
pecadores, ciertamente, pero recibimos de Dios liberación, vida nueva y vocación
de eternidad. El cristiano debe preparar y disponerse a esa plenitud final,
cumpliendo el mandato divino del amor mediante la construcción de una
convivencia auténticamente humana,
fraterna y pacífica. La esperanza cristiana, fundada en la promesa
divina indestructible, se convierte así en energía humana positiva,
transformadora.
Venezuela vive hoy la más grave y global crisis de su vida republicana.
El proyecto político-ideológico, que se está tratando de imponer, busca destruir
los fundamentos ético-culturales de la nación, lleva al desastre la economía y
la institucionalidad democrática del país. El Régimen se las ingenia para inducir
una conciencia de servilismo, impotencia
y degradación en la población, con miras a robustecer un poder omnímodo, absoluto.
Hay, con todo, en nuestro pueblo, algo que no sólo se resiste
a claudicar, sino que se impondrá con
fuerza haciéndose realidad: la esperanza de un futuro libre, solidario,
productivo, democrático, pacífico. El 6D y la opinión-voluntad nacional manifiesta avalan esa esperanza. Y
la fe cristiana de nuestro pueblo, no obstante incoherencias y debilidades, le
da firme consistencia.
¿Qué cosa tiene futuro cierto y sólido en nuestra patria? Sólo
la verdad, el sentido ético y espiritual, la libertad, la civilidad, la
justicia, el progreso compartido, el Estado de derecho, la unión y la paz en una convivencia pluralista.