jueves, 28 de abril de 2016

RAZONES PARA ESPERAR



Creo firmemente en la victoria de la verdad sobre la mentira, de la libertad   sobre la opresión, de la justicia sobre la injusticia, de la paz sobre la guerra, del amor sobre el odio. Y lo creo precisamente en esta historia que  los seres humanos tejemos en el tiempo como un claroscuro de marchas y contramarchas, de logros y frustraciones.
A creer me impelen dos razones, no opuestas, sino complementarias. Una antropológica experiencial, fundada tanto en la condición misma del ser humano, que es potencialidad ética y espiritual, como en el balance de su recorrido histórico.   La otra, cristiana, fundada en la palabra de Dios y su promesa indestructible.
En cuanto a la primera razón, cabe recordar que ha habido y hay interpretaciones pesimistas del sentido de la historia, como si ésta fuese un agravarse sucesivo de males. Pienso, sin embargo, que considerando globalmente las cosas, sin ignorar los altibajos e incongruencias del devenir humano, pero no dejándose encerrar por acontecimientos singulares o sectoriales, se puede advertir, junto al evidente progreso científico-tecnológico, un perceptible avance en humanización. Pongamos el caso de los derechos humanos; a pesar de que nuestro tiempo registra violaciones masivas y patentes en este campo, no es menos cierto que la toma de conciencia acerca de la dignidad del ser humano y de sus derechos fundamentales se ha venido imponiendo y desarrollando a nivel universal. Quien en la actualidad los viola, trata normalmente de ocultar, disfrazar o excusar el delito. La esclavitud y la tortura no se exhiben ya legal y públicamente. Y la opinión internacional juzga como casos excepcionales y repugnantes las crueldades por ejemplo, del fundamentalismo islámico y el narcoterrorismo.   
La otra razón está fundada en la fe cristiana, según la cual la historia de la libertad humana se desarrolla en la presencia activa de un Dios-Amor, que con su sabiduría y bondad trascendentes la sostiene y la orienta a una plenitud de comunión humano-divina e interhumana en el “más allá” de esa historia. El último libro de la Biblia, el Apocalipsis o Revelación, con un rico conjunto de símbolos describe la “polis” (“Jerusalén”) definitiva, como  ámbito y convivencia de luz, unidad, vida  y felicidad plenas. El recorrido humano en el tiempo se concibe entonces como un peregrinar con sentido y densidad propios, pero dinámicamente acompañado por Dios a una irreversible perfección. Los humanos, protagonistas de esta historia, somos limitados, frágiles y también pecadores, ciertamente, pero recibimos de Dios liberación, vida nueva y vocación de eternidad. El cristiano debe preparar y disponerse a esa plenitud final, cumpliendo el mandato divino del amor mediante la construcción de una convivencia auténticamente humana,  fraterna y pacífica. La esperanza cristiana, fundada en la promesa divina indestructible, se convierte así en energía humana positiva, transformadora.
Venezuela vive hoy la más grave y global crisis de su vida republicana. El proyecto político-ideológico, que se está tratando de imponer, busca destruir los fundamentos ético-culturales de la nación, lleva al desastre la economía y la institucionalidad democrática del país. El Régimen se las ingenia para inducir  una conciencia de servilismo, impotencia y degradación en la población, con miras a robustecer un  poder omnímodo, absoluto.
Hay, con todo, en nuestro pueblo, algo que no sólo se resiste a claudicar, sino  que se impondrá con fuerza haciéndose realidad: la esperanza de un futuro libre, solidario, productivo, democrático, pacífico. El 6D y la opinión-voluntad  nacional manifiesta avalan esa esperanza. Y la fe cristiana de nuestro pueblo, no obstante incoherencias y debilidades, le da firme consistencia.

¿Qué cosa tiene futuro cierto y sólido en nuestra patria? Sólo la verdad, el sentido ético y espiritual, la libertad, la civilidad, la justicia, el progreso compartido, el Estado de derecho,  la unión y la paz en una convivencia  pluralista.           

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