¿Hacia dónde ha de encaminar la
Iglesia en Venezuela sus pasos en los inicios de un nuevo siglo-milenio?
Responder a este interrogante fue lo que se preguntaron los obispos venezolanos
a finales de la década de los noventa. Estaba a las puertas el V Centenario de
haberse comenzado a sembrar el Evangelio en esta “tierra de gracia” (1498) y también venía encima el año 2000.
El marco de tiempo o situación,
tanto de mundo como de Iglesia, en el cual se planteó aquella pregunta era de
peculiar significación y trascendencia. Bastaría decir que a nivel global se ha
tenido que inventar un término, “cambio epocal”, para calificar la dimensión de
las transformaciones histórico-culturales en curso. El país se encontraba en
seria crisis, que desembocaría en un remedio
“revolucionario” peor que la enfermedad. La Iglesia a nivel latinoamericano se autointerpretaba
en “nueva evangelización”, siguiendo el llamado de Juan Pablo II a propósito de
los Quinientos Años (1492-1998). Para la Iglesia universal, en renovación, el
momento era muy estimulante con la proximidad
del Bimilenario de la Encarnación.
Los obispos consideraron que el
mejor modo de celebrar el V Centenario
en tal contexto era congregar una gran asamblea eclesial con fuerte
participación de los distintos sectores del Pueblo de Dios (laicado, jerarquía,
vida consagrada) ¿Objetivo? configurar
una respuesta efectiva a los desafíos, que desde dentro de la Iglesia
y desde su entorno nacional se planteaban a su misión, evangelizar. Esta fue la
génesis del Concilio Plenario de Venezuela (CPV), el primero en la historia
nacional.
Este Concilio sesionó del 2000 al
2006, cuando el siete de octubre tuvo su
clausura solemne. Estas líneas las
escribo precisamente en el décimo aniversario. Hubo cinco sesiones de trabajo, de
una semana cada una, con la participación de todos los miembros conciliares.
El CPV produjo diez y seis
documentos relativos a los principales aspectos y dimensiones de la misión de
la Iglesia, formando un corpus, articulado en torno a la categoría de comunión, a la cual se le dio como acompañante
la noción de participación. Dichos
documentos tratan entonces desde lo referente al primer anuncio del mensaje cristiano
(kerygma) y al culto litúrgico, hasta
la contribución de la Iglesia a la construcción de una nueva sociedad y el
diálogo ecuménico e interreligioso. La Iglesia es signo e instrumento de la
comunión de los seres humanos con Dios y entre sí; en este sentido debe vérselas con la
necesaria incidencia del Evangelio en lo económico, lo político y lo
ético-cultural. Sobre esto último merecen subrayarse los documentos relativos a
La contribución de la Iglesia a la
gestación de una nueva sociedad (No. 3) y Evangelización de la cultura en Venezuela (No. 13).
La situación nacional-marco del CPV,
signada por la progresiva imposición del modelo “socialista”, fue bastante
revuelta. Hubo momentos en los que se preguntó si no era mejor hacer una pausa
y esperar tiempos más serenos para continuar las sesiones; predominó, sin
embargo, la memoria de que históricamente los concilios se habían dado para hacer frente a serias
confrontaciones internas y externas. La metodología conciliar, Ver-Juzgar-Actuar, permitió un seguimiento atento
de la realidad.
El CPV surgió como búsqueda de
respuesta a desafíos. Pues bien, ahora
él mismo se convierte en reto para la Iglesia que lo celebró y debe llevarlo a
la práctica, con las debidas actualizaciones y adaptaciones. Un Concilio no se
realiza para un tiempo corto, sino mirando lejos.
El corpus documental conciliar no constituye un proyecto, en el
sentido estricto del término, pero
ofrece, sí, el material y el espíritu para los proyectos de la Iglesia en
los próximos años y décadas. Para la evangelización en Venezuela el CPV es,
pues, una brújula.
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