¿Qué hacer con este país? ¡Que lo decida el soberano!
Nuestra Carta Magna es clara: “La
soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, quien la ejerce en la forma
prevista en esta Constitución y en la ley, e indirectamente, mediante el
sufragio, por los órganos que ejercen el Poder Público” (CRBV 5).
En el soberano se encuentra el
poder originario, que viene a ser la
fuente primera e instancia máxima de legitimidad en una comunidad política, en
un determinado Estado. Es una soberanía última aunque no absoluta, por cuanto se la entiende en el marco de un
derecho internacional y de exigencias
fundamentales de la condición humana misma.
Por ello en circunstancias de una
grave crisis de la polis, que amenace
en su raíz y estructura básica la convivencia humana de la nación, y no sean ya
suficientes los mecanismos ordinarios de
solución, se hace necesario apelar a la palabra y decisión del soberano. En la antigüedad esto se apreció dentro de las limitaciones
conceptuales y prácticas del tiempo, y en la modernidad se lo ha perfilado y
perfeccionado con mayor hondura.
Ahora bien, el problema reside en
la noción que se tenga del soberano y del genuino ejercicio de su potestad.
Aquí es donde se ponen en juego filosofías, ideologías y prácticas, algunas de
las cuales llegan a distorsionar tanto la definición del soberano como el
ejercicio de su protagonismo. El pueblo se convierte a veces en un concepto
gelatinoso, legitimador de praxis que alcanzan cotas de evidente
deshumanización. Es el caso de las vanguardias luminosas y comités partidistas que
se autoerigen como forzada representación del pueblo en los sistemas
comunistas, de los reduccionismos raciales tales como el nazismo o nacionales
como el fascismo, de las logias militares que encarnarían la defensa de la
patria en los regímenes de seguridad nacional.
Es cierto que no hay
prácticamente realización humana que no sea perfectible, pero sí se tiene que
tender a formas de organización y consulta política en las cuales se abra cauce
a la expresión más auténtica del pensar y querer del soberano. En este orden de
cosas reviste carácter prioritario el lograr a través de consensos los medios que
aseguren la verdad y transparencia de los procedimientos a través de los cuales
el soberano se exprese y sea respetado en sus decisiones. En tal línea son de
suma importancia instituciones y organizaciones de la sociedad civil que
aseguren el pluralismo y la verdad en los procesos.
Concretando a nuestra situación
venezolana, de crisis extrema y de interrogantes muy serios acerca de una
solución consistente, democrática y
pacífica, creo que se hace imprescindible apelar al soberano acerca de lo que
quiere para nuestro país. No bastan los
representantes. Es imprescindible oír y obedecer al representado, al que tiene
el poder originario.
El pasado mes de julio se tenido
dos apelaciones al soberano, una meramente consultiva el 16 y otra autodenominada
decisoria, pero que resultó una mascarada, el 30. Ambas fueron desconocidas
desde la acera opuesta. Y en el país se agudiza la crisis. Que no es principalmente de interpretaciones en Derecho
Constitucional, sino de estómago y vida, pues lo que está de por medio es
hambre y muerte de muchos venezolanos por
falta de comida, medicamentos y atención a necesidades primarias. El problema
inmediato no es de artículos de la Carta Magna y de formulaciones legales, sino
de medidas humanitarias. En los altos círculos del poder no se padecen estas
necesidades y por eso se puede maniobrar con medidas distractivas y juegos de
carnaval.
Si el soberano es soberano, que
se le pregunte qué quiere para el país. Que decida su presente hacia el futuro.
Sin mediaciones y representantes a medias. Sin intérpretes que lo traicionen. No
veo por el momento otra solución a la gravísima crisis. No es fácil, obviamente, organizar esta consulta
decisoria al soberano. Pero sí se la puede llevar a cabo desde adentro con
entidades confiables y con el apoyo de organismos internacionales
respetables.
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