Especialmente en casos de crisis
nacionales que se proyectan en conflictividad internacional suele subrayarse el
concepto de soberanía como escapatoria a reclamos y sanciones que vienen
de más allá de las propias fronteras.
En apelaciones a la condición
soberana se manejan términos como “no injerencia” y “no intervención” frente a
normas y acuerdos de organismos supranacionales que aconsejan, permiten o
deciden prevenir o frenar injusticias. Suena extraño que en un mundo en
creciente globalización y más aguda toma conciencia acerca de la obligante
universalidad de los derechos humanos se trate de convertir la soberanía en
burladero de procedimientos inhumanos.
El Papa Juan Pablo II fue alguien que
supo bastante de estas cosas. Él vivió y tuvo serias responsabilidades en un
país que sufrió los totalitarismos nazi y comunista, la partición de su
territorio por parte de éstos y la ola devastadora de una guerra mundial. La
experiencia personal da un toque bien experiencial a esta afirmación: “No es
verdadera soberanía la de un Estado en el que la sociedad no es soberana: es
decir, cuando ésta no tiene la posibilidad de decidir acerca de su bien común,
cuando se le niega el derecho fundamental a participar en el poder y en las
responsabilidades” (Mensaje a la Conferencia Episcopal Polaca con motivo del
50º aniversario del comienzo de la Segunda guerra mundial, 26 de agosto de 1989).
El mismo Papa Wojtyla años antes
había expresado en una encíclica algo que parece dirigido expresamente a la
Venezuela de nuestros días: “El sentido esencial del Estado como comunidad
política consiste en el hecho de que la sociedad y quien la compone, el pueblo,
es soberano de su propia suerte. Este sentido no llega a realizarse si en vez
del ejercicio del poder mediante la participación moral de la sociedad o del
pueblo, asistimos a la imposición por parte de un determinado grupo sobre todos
los demás miembros de esta sociedad” (Redemptor hominis, 17 de marzo 1979).
He citado más de una vez la siguiente
denuncia hecha por la Conferencia Episcopal Venezolana: “(…) el Gobierno usurpó
al pueblo su poder originario. Los resultados los está padeciendo el mismo
pueblo que ve empeorar día tras día su situación. No habrá una verdadera solución
de los problemas del país hasta tanto el pueblo no recupere totalmente el
ejercicio de su poder” (Exhortación, 12 de enero de 2018).
Me gusta recordar aquello de que Dios
creó a los seres humanos y éstos fabrican las fronteras, que se justifican para
una más ordenada marcha de comunidades y pueblos, pero no para su aislamiento e
insolidaridad. Más que a seres individuales dispersos el Creador dio vida a la
humanidad, llamada a constituirse como gran fraternidad universal. En este
sentido, la planetización (globalización o mundialización) debe interpretarse
primariamente -en sí y no en discutibles realizaciones de facto- como un
hecho positivo, que corresponde al plan relacional divino.
Al hablar de soberanía se debe entonces
dirigir prioritariamente la mirada al nivel de participación del soberano en la
cosa pública, a su corresponsabilidad ciudadana y a la subordinación de los órganos
del Estado a las necesidades y anhelos del pueblo. Evitando, por supuesto, las “encarnaciones”
de éste en un determinado líder y su círculo ideológico-político, de tal modo
que el gran jefe (big brother) y su secta de iluminados ya no necesitan
consultar o recibir directrices de los súbditos. Son patentes las consecuencias
nefastas de consignas como “Fulano de tal es el pueblo”.
La causa principal de la crisis
venezolana -lo han repetido los obispos- reside en la voluntad del Régimen de
imponer un proyecto de corte totalitario (Socialismo Siglo XXI, Plan de la
Patria) a un soberano que casi unánimemente se resiste a tal propósito. Para
salir de esa crisis y abrir cauce a un consistente progreso nacional compartido
es menester “volver a las fuentes” consultando al pueblo qué es lo que
realmente quiere.
La soberanía es importante pero en
cuanto el soberano es el primer importante. Es el sentido genuino del artículo
5 de nuestra Carta Magna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario