miércoles, 8 de junio de 2011

9.6.11
HOMBRE E IMAGEN
Ovidio Pérez Morales
El hecho condenable y condenado en estos días de la agresión a imágenes religiosas y particularmente de la Madre de Jesús el Señor, me lleva a compartir con mis lectores una reflexión surgida a propósito de tan vituperable acto.
La reflexión ha tenido como fundamento dos textos de la Biblia: el primero, relativo a la creación narrada al inicio del Génesis; la segunda refiere el criterio adoptado por Jesús como decisorio para el Juicio Final.
El Génesis al relatar el inicio de la presencia humana en el mundo, como efecto de la potente y amorosa acción divina, dice: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (Gn 1, 27). El libro sagrado expresa a continuación que a estos seres humanos les encomendó Dios todo lo que anteriormente había salido de su voluntad creadora.
Tenemos entonces que el ser humano es imagen, ícono (griego eikón) de la Divinidad.
En el Evangelio de San Mateo (25, 31-46) nos encontramos con que el Hijo del hombre (Jesucristo), cuando regrese en su gloria congregará a todas las naciones y establecerá el juicio definitivo de todos los seres humanos. A unos acercará como benditos y a otros apartará como malditos. ¿Cuál es el criterio para hacer esta distinción judicial? La razón que expone Jesús es bien escueta: Yo (nótese: primera persona del singular) tuve hambre, sed y otras carencias y los unos me dieron de comer, beber,… y los otros no. Pongamos atención: no se trata aquí de que le dieron o no le dieron de comer a fulano o mengano, sino a Él, Jesús el Señor. Así de simple.
En el Génesis el ser humano resulta ser imagen de Dios. En Mateo el mismo ser humano aparece como “impersonando” a Cristo o, mejor, el Señor convirtiéndose personalmente en mi prójimo.
¿Quién no capta, inmediata y fácilmente, la interpelación que emerge de estos dos relatos con respecto a nuestro comportamiento con los seres humanos, que con nosotros comparten nuestro mundo grande o chiquito y nos acompañan en nuestro peregrinar histórico? ¿Quién no se siente iluminado acerca del modo con el cual cada uno de nosotros debe tratarse a sí mismo como consecuencia de ser ícono de Dios y Cristo mismo?
La Palabra de Dios lanza a horizontes maravillosos todo lo que una antropología filosófica o reflexión puramente racional sobre el ser humano puede decir sobre éste. La concepción cristiana, enraizada en la judía, despliega un humanismo más rico y profundo, que eleva a proporciones mayores y trascendentes la identificación que el ser humano puede dar de sí mismo. La dignidad de éste aparece así realzada, al tiempo que su ética y espiritualidad adquieren mayor amplitud y profundidad.
Todo lo que se diga sobe los Derechos Humanos –que progresivamente se van precisando, ahondando y ampliando- encuentra en los citados relatos bíblicos, no sólo una ratificación, sino un fundamento y una meta superiores. Ya no se trata de una legitimación y valoración simplemente intramundana; se descubre una base y una apertura divinas.
¿Qué decir entonces de las discriminaciones e intolerancias, de las marginaciones y exclusiones, de los apartheids y sectarismos, de los fundamentalismos y odios, de las indiferencias e insensibilidades en que solemos incurrir los humanos respecto de los humanos prójimos? ¿Qué decir también de la instrumentación y cosificación que solemos hacer del prójimo, en aras del poder, del tener y del placer?
Génesis y evangelio según Mateo citados nos invitan a ser propositivos, proactivos, ingeniosos en llevar a la práctica lo que Jesús, en coherencia con la interpretación de Dios y suya propia en relación a su creatura humana, propone como mandamiento máximo: el amor.
El hombre, querido por Dios y salvado por Cristo, es una imagen maravillosa.

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