Principio fundamental para la construcción de una nueva sociedad, como sinónimo de una
convivencia, que corresponda a la dignidad y derechos fundamentales del hombre,
es la centralidad de la persona humana. Ésta es, en efecto, “el principio, el
sujeto y el fin de todas las instituciones sociales”, como lo afirmara
claramente el Concilio Vaticano II en su documento sobre la Iglesia y el mundo
actual (GS 25).
Ello significa que el ser humano vale por sí mismo, no
simplemente por una categoría agregada, adjetiva, como puede ser su pertenencia
a una raza, nación, nivel social, cultura, ideología, movimiento político,
religión, u otras. De allí que un genuino humanismo rechaza toda marginación o
discriminación basada en esos factores como también en el sexo o las
características psicofísicas de las personas. Lo mismo ha de aplicarse a la
valoración del ser humano en las etapas previa a su nacimiento y crepuscular de su vida.
Esto excluye la interpretación y el aprecio del ser humano,
dependiendo sólo de su utilidad en un proceso o para el logro de determinados
propósitos ajenos o sociales, a modo de simple herramienta, instrumento o
medio. Y aunque sea conveniente o necesario
inventariarlo en estadísticas y
analizarlo en porcentuales, resulta imperativo no ignorar los rostros que se ocultan detrás de las cifras.
La Revelación cristiana ahonda y enriquece esta
interpretación antropológica humanista al identificar al ser humano como creado
por Dios a su imagen y semejanza –Génesis
1, 26- con una vocación y una misión que se sitúan en el tiempo y el espacio,
pero que trascienden estas coordenadas en virtud de la constitución ética y
espiritual del hombre.
Afirmar la centralidad de la persona no significa en modo
alguno encerrarla en sí misma, encapsularla en una realización individualista e
intereses reducidos al ego. Porque la persona es en sí misma relación, “ser
para el otro”, creada por Dios para la comunicación y la comunión. No emerge en
el mundo ni alcanza su plenitud, sino en conjunción, proximidad (prójimo), compartir con los “otros”, con quienes
construye un mundo como casa común. Por se
ha definido al hombre desde antiguo como
“animal político”. Es también la razón de que el “bien común” es el eje
rector y ordenador de los bienes parciales y la meta de la actividad (social,
económica, política y ético-cultural) de la comunidad nacional.
Un auténtico humanismo, en el que se alinea la Doctrina
Social de la Iglesia, propugna, por tanto, un desarrollo integrador e integral,
en el que la búsqueda de lo común no
disuelve lo subjetivo y lo social se interpreta como tejido interpersonal. Por
ello excluye tanto un colectivismo masificador (monolito social), como un
atomismo plurindividual (archipiélago de subjetividades). La categoría rectora entonces en la
construcción de una “nueva sociedad” es la de comunión, la cual tiene como acompañante, a modo de distintivo, consecuencia,
preparación y exigencia, la solidaridad.
La ideología socialista marxista conduce a un tipo de
sociedad como multitud sin rostros, en la cual la categoría dominante es lo “colectivo”;
en el lado opuesto, una ideología polarizada en el sujeto individual, lleva a
una forma de sociedad predominantemente competitiva, segregadora de exclusiones y descartes de grupos humanos y
de pueblos enteros.
Cuando desde la Doctrina Social de la Iglesia se habla de
construir una “nueva sociedad”, se está invitando a la búsqueda de modelos
–siempre perfectibles-de organización de
la convivencia, como comunidad de personas, que concreten de modo efectivo
valores fundamentales como libertad responsable, justicia y solidaridad, fraternidad y la paz. Una convivencia que
conjugue de modo perceptible centralidad de la persona y bien común
en un escenario desarrollo integral.
Comunidad es encuentro de personas. “Colectivo”, un agregado
humano.
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