El tema de la relación Iglesia y política es viejo e ineludible,
porque la Iglesia es una comunidad histórica, y sus miembros lo son
también de la polis. Deben dar a Dios lo Dios y al César lo del César. El manejo
adecuado de este binomio no permite ni exige una precisión a lo físico-matemático,
pues entra en campo del discernimiento moral
y religioso.
El mensaje cristiano tiene que ver de modo necesario y
estrecho con la convivencia social y política; esto lo ha subrayado el Papa Francisco en su
exhortación programática Evangelii
Gaudium, cuyo capítulo IV se titula: Dimensión
social del Evangelio. De dicho documento espigaría dos expresiones. La
primera donde afirma que la misión de la Iglesia, la evangelización, “implica y
exige una promoción integral del ser humano. Ya no se puede decir que la
religión debe recluirse en el ámbito privado y que está sólo para preparar las
almas para el cielo. De ahí que la conversión cristiana exija revisar especialmente
todo lo que pertenece al orden social y a la obtención del bien común” (EG
182). La segunda es algo referente a la política; dice que ésta “tan denigrada,
es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad,
porque busca el bien común” (EG 205).
En cuanto al compromiso de la Iglesia en lo político, ciertos
matices se imponen. La política, entendida
como trabajo por el bien común,
corresponde a la Iglesia en su conjunto y a sus distintos sectores, también,
por tanto, a la jerarquía (obispos, presbíteros y diáconos); pero si se toma el
término como ejercicio del poder político y actuación político-partidista, esa tarea corresponde en propiedad a los laicos
bajo propia responsabilidad. Pero atención: en el bien común se inscribe todo
aquello que toca a la recta, buena y feliz marcha de la polis.
En el Directorio para
el ministerio pastoral de los obispos, documento de la Santa Sede (año
2004) contentivo de indicaciones y normas
para la actividad de dichos pastores, encontramos lo siguiente: “el Obispo está
llamado a ser un profeta de la justicia y de la paz, defensor de los derechos
inalienables de la persona, predicando la doctrina de la Iglesia, en defensa del
derecho a la vida, desde la concepción hasta su conclusión natural, y de la
dignidad humana; asuma con dedicación especial la defensa de los débiles y sea
la voz de los que no tienen voz para hacer respetar sus derechos. Del mismo
modo, el Obispo debe condenar con fuerza todas las formas de violencia y elevar
su voz en favor de quien es oprimido, perseguido, humillado, de los desocupados
y de los niños gravemente maltratados (…) El Obispo será profeta y constructor
incansable de la paz, haciendo ver que la esperanza cristiana está íntimamente
unida con la promoción integral del hombre y de la sociedad” (Directorio 209).
Una y otra vez salen las acusaciones contra los obispos de
que “se están metiendo en política”. En Carta
Abierta al Presidente Chávez” (25 abril 200) ya tuvo oportunidad la
Presidencia del Episcopado Venezolano de responder a lo que el Primer
Mandatario endilgaba en términos destemplados a los obispos de estar haciendo
oposición al Gobierno. Lo argumentos que los obispos exhibieron entonces
correspondía a la línea que ellos debían seguir, y que luego el Directorio citado habría de formular
para el episcopado de toda la Iglesia. Por cierto que a lo anteriormente dicho por el Presidente
Chávez en La Habana de que “la Iglesia
católica en Venezuela era cómplice de la corrupción porque había callado
durante los últimos cuarenta años”, los directivos de la Conferencia Episcopal
recomendaron al Presidente Chávez consultar los dos tomos titulados Compañeros de camino, compilación de los documentos del episcopado
patrio, años 1958-1999.
Los obispos no son oposición al Gobierno, pero por mandato
del Evangelio, obligados moralmente y
siguiendo el Directorio de la Santa
Sede, deben oponerse a todo lo que sea violatorio de los derechos fundamentales
de la persona y de nuestro pueblo. Sobre todo de los más débiles y necesitados.
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