jueves, 18 de abril de 2024

ALFABETIZAR EN DERECHOS HUMANOS

 

    El analfabetismo en materia de derechos humanos abunda en Venezuela, paralelamente a su sistemática y descarada violación por parte del sector oficial, que debiera estar a la cabeza en la defensa de los mismos.

    Sobre este punto he vuelto una y otra vez mis escritos. Por ejemplo, en un sencillo libro sobre Doctrina Social de la Iglesia, editado por el Consejo Nacional de laicos, inserté como anexo la Declaración universal de derechos humanos, proclamada por la ONU el 10 de diciembre de 1948; incluí igualmente el Preámbulo y los Principios fundamentales de nuestra Constitución de 1999.

    Nil volitum nisi praecognitum reza un proverbio latino, que puede traducirse así: nada se quiere si no se pre-conoce. Lo cual constituye en el presente caso un serio llamado de atención al soberano (CRBV 5) y, de modo interpelante, a quienes dentro de ese cuerpo tienen una función educativa.

    “Una dignidad infinita, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre”. Así comienza el reciente documento de la Santa Sede Dignitas infinita sobre la dignidad humana (8 de abril 2024).  Declaración  que se publica en la oportunidad del 75º aniversario de la producida por la ONU sobre los derechos humanos.

    Para la Iglesia esa dignidad “plenamente reconocible incluso por la sola razón, fundamenta la primacía de la persona humana y la protección de sus derechos”; así “a la luz de la Revelación, reafirma y confirma absolutamente esta dignidad ontológica de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y redimida en Cristo Jesús”. El documento vaticano continúa ratificando aquella primacía y su defensa más allá de toda circunstancia, al tiempo que aprovecha la ocasión para “aclarar algunos malentendidos que surgen a menudo en torno a la dignidad humana y (…)  abordar algunas cuestiones concretas, graves y urgentes, relacionadas con ella”.

    En nuestro país tenemos de parte de la Iglesia un documento valioso en materia de derechos humanos y de una antropología integral. Es el tercero del Concilio Plenario de Plenario de Venezuela, relativo a la construcción de una “nueva sociedad”, y estructurado según la muy útil metodología del ver-juzgar-actuar; en él encontramos como Desafío 3 del Actuar el siguiente: “Concretar la solidaridad cristiana y defender y promover la paz y los derechos humanos ante las frecuentes violaciones se los mismos”. Dicho documento fue aprobado en agosto de 2001 y tiene reforzada actualidad.

    Cuando hablo de alfabetizar en derechos humanos pienso en el poco conocimiento-conciencia-reclamo que tenemos en este país al respecto. Como referencia ejemplar de alfabetización citaría aquí sólo dos artículos, referentes a la comunicación. El primero es el No. 19 de la Declaración de la ONU: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas sin limitaciones de fronteras, por cualquier medio de expresión”. El segundo es el No. 57 de la Constitución de nuestro “conatelizado” país: “Toda persona tiene derecho a expresar libremente sus pensamientos, sus ideas u opiniones de viva voz, por escrito o mediante cualquier otra forma de expresión (…)”. Recuerdos muy oportunos ante la pretensión de un régimen de corte totalitario, que considera las libertades ciudadanas como dádivas gubernamentales condicionadas y la voz oficial como monopolio comunicacional.

    Un genuino cambio político en Venezuela debe colocar, entre sus prioridades, una alfabetización ciudadana en materia constitucional y de derechos humanos, que posibilite un genuino ejercicio de la soberanía. Una democracia sólida supone y exige una seria información en cuanto a derechos-deberes cívicos fundamentales, junto a   una clara y viva conciencia ético-política. Esto lo hemos de asumir los creyentes, no sólo como imperativo de la razón, sino como don-mandato divino.   

 

 

 

 

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