jueves, 28 de marzo de 2019

BELIGERANCIA CONTRA LA IGLESIA




La Conferencia Episcopal Venezolana (CEV) viene haciendo de modo regular en sus documentos pastorales sobre la situación nacional serias denuncias sobre múltiples aspectos de la praxis del régimen con respecto a violación de derechos humanos, crisis humanitaria, corrupción administrativa, opresión política y otros. Esto lo hacen los obispos en coherencia con su función pastoral, que comprende también el compromiso por la edificación de la convivencia según las exigencias humano - cristianas del evangelio.
A casi veinte años de distancia reviste particular actualidad la Carta Abierta que, con fecha 26 de abril de 2002, la Presidencia del Episcopado dirigió al presidente Hugo Chávez, con motivo de declaraciones emitidas por éste en la en la capital cubana. En ella leemos: “Usted afirmó en la Habana, en noviembre pasado, que la Iglesia católica en Venezuela era cómplice de la corrupción, porque había callado durante los últimos cuarenta años. Hace unos días, desde el mismo lugar, y a su regreso, se expresó en términos semejantes”.
Lo primero que le hacen los obispos al presidente, ante tales declaraciones, es pedirle que consulte dos volúmenes, los cuales, bajo el título Compañeros de camino, contienen los documentos de la CEV de las últimas décadas. Éstos muestran las recurrentes tomas de posición del Episcopado en cuanto a denuncia, anuncio y compromiso sobre problemas socio – económicos, políticos y culturales de nuestro pueblo. Todo ello, como es de suponer, no había sido siempre pacíficamente recibido, pues quienes tienen el poder suelen padecer sordera para escuchar y corregir, cuando no es que reaccionan belicosamente.
Es oportuno tener presente el reconocimiento que había hecho Chávez de la intervención de la CEV en favor de él y sus compañeros de alzamiento con ocasión del 4F, “en la defensa de sus vidas, de su integridad física y de todos sus derechos ciudadanos”. Por cierto, guardo carta que me envió el mismo Chávez, firmada también por sus compañeros de prisión, agradeciendo todo lo que habíamos hecho al respecto y formulando votos por una Venezuela muy distinta de la que después “construyó”. Recordemos también lo que agregan los obispos: “La mediación de la Conferencia Episcopal, igualmente, a petición del Gobierno presidido por Usted, en el conflicto del año pasado entre la Asamblea Nacional Constituyente y el Congreso Nacional, fue aceptada por nosotros por razones superiores”.
Antes de cualquier otro comentario quisiera subrayar, a propósito de la mentira de Chávez, que una de las razones de la fricción entre los gobiernos del SSXXI y el Episcopado ha sido precisamente la crítica de la Iglesia a la corrupción oficial imperante.
Especial relieve tiene una consideración histórica e institucional, que subraya la Presidencia del Episcopado en la Carta: “Sus juicios sobre la Iglesia y la descalificación genérica de la misma, son los más negativos emitidos por un Jefe de Estado en toda la vida republicana. Qué lejos están esas expresiones del auténtico ideal bolivariano: protegeré la religión hasta que me muera (Carta a María Antonieta Bolívar, 27 de octubre de 1825)”.  Se agrega: “Ni siquiera los presidentes que expulsaron sacerdotes, religiosos y obispos se valieron de semejantes calificativos (…) Si esto se dice de la Iglesia, ¿qué se puede esperar para el resto de las instituciones del país y para los ciudadanos?”
Los Obispos rechazan también la pretensión de presentar al Episcopado como dividido y dominado por una pequeña fracción; la insistencia de Chávez en identificar “la verdadera Iglesia” con la posición de algunos exsacerdotes o sacerdotes afectos al proceso; y la utilización del lenguaje y citas bíblicas para abalar su proyecto, su programa e incluso sus medidas políticas.
Desde el inicio del régimen “socialista”, el gobierno, en razón de su proyecto totalitario, ha sido beligerante contra la Iglesia. Ésta se identifica con ningún modelo político, sino que está abierta a un pluralismo en la línea de la libertad, la justicia y la paz; busca siempre cooperar con Estado con miras al bien común.

miércoles, 13 de marzo de 2019

UN PAÍS, UN PRESIDENTE




Venezuela no debe continuar con la actual dañina bicefalia, que mantiene al país en gran parálisis y empeora la ya grave crisis nacional caracterizada por hambre y muerte, violencia y destrucción. En estos mismos días estamos viviendo una realidad sumamente dramática, expresiva de dos décadas de progresivo deterioro global y afectando, por tanto, los distintos ámbitos sociales: económico, político y cultural.
Esa bicefalia consiste en la existencia de dos cabezas, que reflejan de modo patente una doble situación intolerable: la una , ejerce el poder de facto apoyándose principalmente en la Fuerza Armada y es ilegítima, no tanto por irregularidades en el campo jurídico, cuanto por la permanente violación de derechos humanos del pueblo venezolano, comenzando por las insoportables privaciones que golpean especialmente a los más desprotegidos,  los niños y ancianos de los sectores pobres de la población, junto a la obstrucción de la ayuda humanitaria para aliviarlas; la otra cabeza es la legítima, pues brota debidamente del único poder público electo por la gran mayoría de los ciudadanos, goza del espontáneo apoyo  de éstos y de un gran reconocimiento internacional.
El Episcopado en enero del año pasado denunció lo siguiente: “Con la suspensión del referéndum revocatorio y la creación de la Asamblea Nacional Constituyente, el Gobierno usurpó al pueblo su poder originario. Los resultados los está padeciendo el mismo pueblo          que ve empeorar día tras día su situación” (Exhortación, 12 de enero de 2018). Meses más tarde el mismo Episcopado advirtió la ilegitimidad de la consulta electoral de mayo y de la resultante prolongación del “mandato del actual gobernante” (Exhortación del 11 de julio de 2018).
De lo anterior se puede inferir como algo implícito en las declaraciones del Episcopado, que la actual bicefalia debe resolverse así: quien detenta el poder de facto tiene que ceder el paso a la formación de un Gobierno de Transición, respondiendo de tal manera al angustioso clamor nacional y al obligante bien común de los venezolanos, quienes anhelan y urgen la recuperación de la paz y el restablecimiento de un clima de convivencia democrática de la nación. Al pueblo soberano le habrá de corresponder, mediante elecciones verdaderamente libres, convalidar este cambio y determinar el camino ulterior a seguir.
El Episcopado también ha hecho llamados a la Fuerza Armada “a que se mantenga fiel a su juramento ante Dios y la Patria de defender la Constitución y la democracia, y a que no se deje llevar por una parcialidad política e ideológica” (Ibid.). Lo que significa reconocer la cabeza legítima.  
Las tomas de posición de los Obispos brotan de una coherente preocupación pastoral, en la línea de su misión evangelizadora específica, que los obliga a contribuir junto con toda la Iglesia a la construcción de una “nueva sociedad” o “civilización del amor”; ésta busca conjugar la libertad y la justicia, el progreso y la solidaridad, el pluralismo y la paz. Una sociedad en que hay un estado de derecho, se respetan y promueven los derechos humanos, los deberes de las personas así como de los conjuntos sociales, la calidad moral y espiritual de vida y una ecología integral.
Estimo que en la presente circunstancia cobra particular actualidad lo que en la citada Exhortación  de enero del año pasado dijera el Episcopado: “La actitud de resignación es paralizante y en nada contribuye al mejoramiento de la situación. Lo positivo y lo eficaz es el compromiso, la esperanza y la solidaridad ¡Despierta y reacciona, es el momento!, lema de la segunda visita de san Juan Pablo II a Venezuela (1996), resuena en esta hora aciaga de la vida nacional. Despertar y reaccionar es percatarse de que el poder del pueblo supera cualquier otro poder”.
Venezuela como una nación, un pueblo, un cuerpo político, necesita y soporta una sola cabeza presidencial, legítima, democrática, de rectitud republicana y moral. Esa cabeza existe y Venezuela urge el ejercicio pleno de su autoridad.

viernes, 1 de marzo de 2019

CONOCIMIENTO LIBERADOR




Nadie quiere lo que no conoce. Es una muy conocida sentencia, que expresa el enraizamiento de la voluntad y, por tanto, de la libertad, en el conocimiento. De allí la importancia de una recta formación con miras a decisiones y acciones convenientes.
Lo anterior no significa que el tener ideas implique necesariamente el desencadenamiento de opciones y actividades correspondientes, pero si se carece de aquellas nada se puede esperar en el ámbito de lo concreto operativo. De allí la importancia de una buena formación o, mejor, educación.
En una pequeña publicación escrita por mí a modo de curso introductorio sintético de Doctrina Social de la Iglesia -publicación del Consejo Nacional de Laicos- incluyo en anexos la Declaración universal de los derechos humanos, el Preámbulo y Principios fundamentales de nuestra Constitución (CRBV), así como algunos números del documento La contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad, producido por el Concilio Plenario de Venezuela. Lo hice porque, especialmente a los dos primeros, se los menciona mucho, pero suelen ser ilustres desconocidos.
Todo el mundo habla de los derechos humanos, mas sería interesante saber cuántos son los que los conocen de verdad. Los dos últimos presidentes que hemos tenido en el país solían agitar en sus intervenciones públicas el librito de la Constitución, sin preocuparse, sin embargo, de que los ciudadanos lo leyesen, y, peor aún, procurando que no fuesen leídos por los peligros que implicaba una ilustración de la gente en la materia. Bolívar llegó a decir: “Un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción”.
El desconocimiento de los derechos hace que se viva como a la intemperie en la polis y que se consideren como dádivas del gobernante las que son pura y simplemente obligaciones de éste. A título de ejemplo cito aquí dos artículos de la Constitución, abierta y sistemáticamente violados por el Régimen: “El Estado garantizará una justicia gratuita, accesible, imparcial, idónea, transparente, autónoma, independiente, responsable, equitativa y expedita, sin dilaciones indebidas, sin formalismos o reposiciones inútiles” (Art. 26). “Toda persona tiene derecho a expresar libremente sus pensamientos, sus ideas y opiniones de viva voz, por escrito o mediante cualquier otra forma de expresión y de hacer uso para ello de cualquier medio de comunicación y difusión, sin que pueda establecerse censura”. Y de la Declaración universal baste citar un artículo de particular actualidad: “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar; y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios” (Art. 25, 1).
Ahora bien, a propósito de derechos es indispensable agregar que la otra cara de los mismos son los deberes. El Decálogo en el Antiguo Testamento y el Sermón de la Montaña en el Nuevo son tablas de obligaciones orientadas hacia el perfeccionamiento personal y social. El texto evangélico de Mateo 25, 31-46, que me gusta citar a menudo, habla del Juicio Final, en el cual la salvación se otorgará a los seres humanos por su iniciativa en el ejercicio activo de la solidaridad, mientras que la condenación se recibirá por la indiferencia e inacción en ese mismo campo de amor misericordioso.
La recuperación del país dependerá ciertamente de la acertada estructuración del tejido económico y político, pero, sobre todo de un sano funcionamiento de la dimensión ético-cultural. De allí lo indispensable de la correspondiente formación en materia de calidad moral y espiritual de la vida, de una educación que será realmente liberadora en la medida de su fidelidad a lo que entrañan la dignidad de la persona y sus derechos y deberes humanos fundamentales. Aquí se aplica lo que dice el Señor Jesús: “La verdad los hará libres” (Jn 8, 32).
El conocimiento de la verdad no sólo informa, sino que libera, eleva, dignifica. No así la falsedad, la mentira, el engaño, el neolenguaje encubridor.



jueves, 14 de febrero de 2019

EL JUICIO FINAL




En la dolorosa y crítica situación nacional se exhibe desde el poder la pura fuerza como la que puede decidir la suerte del país y se olvida que la responsabilidad de los actos de una persona no es no sólo ante sí y el prójimo, sino también y definitivamente ante Dios, Juez supremo.
El creyente en Dios ha de tomar muy en serio lo temporal, lo mundano, como algo recibido para posibilitar su existencia y desarrollo, y como el ámbito en y desde el cual ha de cultivar su reconocimiento, alabanza y obediencia (religatio) a Dios.
Ahora bien, cuando se habla de obediencia a Dios es preciso tener presente que los lineamientos morales fundamentales se refieren en su mayor parte al relacionamiento con el prójimo. Es lo que básicamente aparece en el Decálogo que recibió Moisés en el Sinaí, según lo transmitido en la tradición judeo-cristiana.
En el evangelio que los cristianos afirmamos como Revelación definitiva aparece un eje o núcleo central alrededor del cual se articula todo el conjunto moral y religioso y es el mandamiento del amor, que Jesús llama “nuevo” e identifica como suyo. En este sentido, lo que conforma el tejido ético constituye algo patentemente positivo y relacional, pues amor entraña comunicación, diálogo, compartir, solidaridad, servicio, unidad, comunión. Lo cual significa que el quehacer humano ha de reflejar el ser y la intimidad mismos del Dios creador y salvador, que “es amor” (1 J n 4, 8).
El Juicio Final -los creyentes lo afirman y sitúan como término del peregrinar histórico e inicio de una duración radicalmente trascendente con característica de eternidad—tendrá, por tanto, como criterio de discernimiento el amor. Es lo que Jesús mismo explicitó al hablar de las postrimerías (ver evangelio según Mateo,25 31-46): tuve hambre o sed, anduve como forastero o sin ropa, me encontré enfermo o preso, y me diste o no de comer o beber, me atendiste o no, me visitaste o no. En el texto aparece, pues, un listado de modos de relacionamiento con el prójimo necesitado. A quienes están habituados a una visión individual-verticalista y ritualista de lo moral y religioso, un tipo así de Juicio Final les resulta extraño y disonante. Y más todavía, cuando ese criterio de juicio se traduce en categorías políticas de modo que las llamadas “obras de misericordia” se convierten en políticas tales como alimentarias, sanitarias, habitacionales y carcelarias.
En el citado pasaje bíblica aparece de manera clara el carácter fundamentalmente positivo, proactivo, de la moral. No basta evitar lo malo (falta de compasión, de misericordia o solidaridad). Lo que cuenta primariamente es la acción constructiva de encuentro y compartir, de comprensión y fraternidad. Por ello, sin bien hemos de examinarnos sobre los pecados “de comisión”, debemos poner el acento en los pecados “de omisión”. Hay quienes dicen que “el mundo anda como anda, no por lo que los malos hacen, sino por lo que los buenos dejan de hacer”.
Obviamente no toda la moral y, consiguientemente, la materia del Juicio Final, se reducen a las obras de insolidaridad; se dan también, en efecto, imperativos o prohibiciones de otro tipo a los cuales hay que atender (el Sermón de la Montaña -ver Mt 5-7- por ejemplo, manda ser humildes, austeros y discretos, así como evitar la venganza y el adulterio). El Señor privilegia, sin embargo, la proactividad bondadosa.
El criterio del Juicio Final cobra particular importancia y actualidad en el hoy venezolano, de grave crisis humanitaria, en         que tantos hermanos padecen y mueren por falta de comida o medicinas, sufren encarcelamientos y persecuciones por disentir del pensamiento oficial y el ambiente ciudadano es de inseguridad y amedrentamiento. De allí que urge una acción envolvente y decidida en línea realmente humana, creyente, cristiana, para lograr el cambio nacional hacia una convivencia solidaria, justa, libre, fraterna. Para pasar de un sistema opresivo, violador de los derechos humanos, a una Venezuela de aire fresco y horizonte abierto.

jueves, 31 de enero de 2019

IGLESIA Y MUNDO




El fin de semana pasado se cumplió el sexagésimo aniversario del Concilio Vaticano II. En efecto, el 25 de enero de 1959 el Papa Juan XXIII comunicó en la Basílica San Pablo Extramuros de Roma su propósito de convocar dicho sínodo ecuménico, el cual habría de recoger, madurar y relanzar ulteriormente la renovación de la Iglesia, que venía abriéndose paso en las últimas décadas.
Uno de aspectos más salientes del Vaticano II fue la reformulación del ser y de la misión de la Iglesia en el mundo, en términos de servicio, diálogo y compartir. Sumamente expresiva en tal sentido resulta la introducción del segundo de sus dos principales documentos, La Constitución  Gaudium et Spes: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo (…) La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de sus historia” (GS 1). Se definió a la Iglesia como signo e instrumento del plan de comunión de Dios para la humanidad, el cual consiste en la unidad humano-divina e interhumana.
A diferencia de la auto interpretación corriente y de vieja data, el mundo no aparece ya ante la Iglesia como algo separado, extraño, contrapuesto, con una historia paralela y un fin distinto, sino como un devenir, en cuya entraña la Iglesia existe con una misión liberadora y unificante. El mundo “es la entera familia humana (…, con sus afanes, fracasos y victorias (…) fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo”, para que llegue a su perfección según el plan divino (GS 2); es tiempo, pues, de claroscuro, pero con un horizonte luminoso. Se percibe en este cambio un giro copernicano: el mundo no gira ya alrededor de la Iglesia, sino que ésta existe para que el mundo se perfecciones interiormente y llegue a su plenitud en el amor. Por eso la justicia y la solidaridad, la libertad el progreso, la fraternidad y la paz son tareas que los cristianos hemos de entender como imperativos ineludibles, como voluntad de Dios. No son lo mismo entonces para la Iglesia la tiranía que la democracia, la opresión que el respeto de los derechos humanos, la injusticia que la solidaridad, el apartheid que la convivencia fraterna y pluralista. El cielo se comienza a vivir y construir desde aquí, en nuestro espacio y tiempo concretos. Fe y religión no son estupefacientes.
Ahora bien, es en este contexto renovador en el que el Vaticano II redefine positiva y dinámicamente al laico o seglar en el conjunto de la Iglesia. No lo interpreta ya como un ente pasivo, oyente y segundón, sino como verdadero protagonista en la Iglesia y en el mundo. Laico es, en este sentido, el fiel cristiano, creyente y bautizado (lo genérico), que tiene como propio y peculiar (lo específico) su ser y actuar en las realidades temporales (familia y sociedad; economía, política y cultura) como testimonio de Cristo y fermento de novedad según el Evangelio. El laico cristiano participa en la vida de la comunidad eclesial (ad intra), pero su misión propia está “afuera” (ad extra) en el ancho y largo mundo, construyendo una “nueva sociedad” correspondiente a la dignidad y vocación del ser humano.
La Iglesia está integrada en su casi totalidad por laicos; esto manifiesta, de modo patente, lo importante y decisivo del protagonismo laical para el presente y futuro del ser-quehacer de la Iglesia en el mundo. No en balde el Papa Francisco insiste en la necesidad de superar el tradicional “clericalismo”, lo cual no significa minimizar la importancia y necesidad de los pastores y religioso(a)s, pero sí redimensionar y relativizar su lugar y papel. 
Aplicando estas reflexiones a la realidad concreta de nuestra Venezuela, mayoritariamente cristiana católica ¡Quién no advierte el tremendo desafío que la actual grave crisis nacional plantea a la Iglesia, y en particular al laicado católico, en cuanto a compromiso por el necesario y urgente cambio del país hacia su reconstrucción y ulterior desarrollo, en la línea del estado de derecho, el pluralismo democrático, la justicia, la fraternidad y la paz?  



jueves, 17 de enero de 2019

MORALMENTE INACEPTABLE




El Episcopado venezolano ha utilizado la categoría moralmente inaceptable para calificar al presente Régimen. Hay dos referencias claves al respecto. La primera, con ocasión de la propuesta de reforma constitucional en 2007; la segunda, a propósito de este 10 de enero.
La Conferencia Episcopal Venezolana rechazó la propuesta de reforma para instaurar un estado socialista (marxista-leninista, estatista), por ser ésta “contraria a principios fundamentales de la actual Constitución, y a una recta concepción de la persona y del Estado (…) excluye a sectores políticos y sociales del país que no están de acuerdo con el Estado Socialista, restringe las libertades y representa un retroceso en la progresividad de los derechos humanos”. Agregó: “por cuanto el proyecto de Reforma vulnera los derechos fundamentales del sistema democrático y de la persona, poniendo en peligro la libertad y la convivencia social, la considera moralmente inaceptable a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia” (Exhortación Llamados a vivir en libertad, 19 octubre 2007). La propuesta, rechazada entonces por el pueblo soberano, el Régimen la ha venido imponiendo al margen de toda legalidad y legitimidad.
El mismo Episcopado, en asamblea plenaria de la semana pasada, ante la ilegítima pretensión del ciudadano Nicolás Maduro de continuar ejerciendo la gestión presidencial, afirmó: “Es un pecado que clama al cielo querer mantener a toda costa el poder y pretender prolongar el fracaso e ineficiencia de estas últimas décadas: ¡es moralmente inaceptable!” (Exhortación Lo que hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron (Mt 25,40), 9 enero 2019).

A propósito de estos calificativos resulta oportuno recordar aquí tres niveles de identificación del comportamiento humano: fáctico, legal y ético. El primero se refiere a lo que simplemente se da, de facto, y que puede, ser medido en encuestas e investigaciones sociales.  El segundo (jurídico) apunta al actuar humano según se conforma o no a la Constitución y las leyes (de iure); el calificativo aquí es legal o ilegal, sin más, El tercero (ético) juzga la concordancia del actuar con la condición y la dignidad del ser humano, así como con los derechos (“derecho natural”) y deberes que de ellas se derivan; el calificativo correspondiente es moral o inmoral. Estos tres planos están llamados a conjugarse y armonizarse en una convivencia de calidad humana y social. Sin embargo, la realidad histórica abunda en divorcios y contradicciones. No todo actuar de hecho se ajusta a la ley, ni toda ley (también de rango constitucional) puede automáticamente conceptuarse como moral. El adjetivo legítimo-ilegítimo, si bien suele utilizarse también en el ámbito jurídico, se aplica más propiamente en el campo ético.

Lo “moralmente inaceptable”, por tanto, es una falla que va más en profundidad que lo ilegal e inconstitucional. Lo moral, en efecto, tiene que ver con el ser y el actuar humanos en su mayor hondura y dignidad; guardando, por consiguiente, una ligazón estrecha con lo religioso. Para el creyente lo ético expresa operativamente el relacionamiento (religatío) con Dios. Gandhi, M.L. King, Mandela y Mons. Romero en su denuncia, anuncio y compromiso, ponían el acento fundamental en lo que estimaban más trascendente del ser humano.

La política entra en todo, pero no lo es todo. La Iglesia y, consiguientemente, sus pastores, han de entrar necesariamente en lo político, lo concerniente al bien-ser/bien-estar de la polis (ciudad, convivencia); y ello en la perspectiva moral y religiosa que les corresponde, la cual tiene que ver con lo más profundo y definitoriamente humano. El criterio del Juicio Final según san Mateo 25 40, es claramente indicativo al respecto: el amor a Dios pasa ineludiblemente por el amor al prójimo. Bastante repetido en la enseñanza de la Iglesia es que: “todo atropello a la dignidad del hombre es atropello al mismo Dios, de quien es imagen”. ¡La gloria de Dios es que el hombre viva!, se dijo desde antiguo.



jueves, 3 de enero de 2019

POSICIÓN DEL EPISCOPADO VENEZOLANO




En vista de los acontecimientos políticos de estos iniciales días de 2019 me parece oportuno exponer sintéticamente la última toma de posición de la Conferencia Episcopal Venezolana ante la realidad nacional. La formuló en su Exhortación de la asamblea plenaria de julio pasado. Por cierto, justo la próxima semana, del 7 al 12, se tendrá una nueva asamblea general ordinaria de los Obispos (la primera de las dos que estatutariamente, en enero y julio, se tienen cada año).
En este artículo me ceñiré estrictamente a lo expresado por los Obispos.
Con respecto a la crisis del país dicen: “sin temor a equivocarnos (la) calificamos como una gran tribulación (Cfr. Ap 12, 7-12) “. Añaden que es “cada vez más grave” y destacan lo siguiente: “Una de las situaciones que clama dramáticamente desde su silencio es el fenómeno de la emigración. Venezuela se ha ido convirtiendo en un país en diáspora”, con todo lo que eso significa de dramas personales y familiares y de pérdidas para el país.
Los Obispos afirman: “El principal responsable de la crisis por la que atravesamos es el gobierno nacional, por anteponer su proyecto político a cualquier otra consideración, incluso humanitaria”. Agregan:” Ignorar al pueblo, hablar indebidamente en su nombre, reducir ese concepto a una parcialidad política o ideológica, son tentaciones propias de los regímenes totalitarios, que terminan siempre despreciando la dignidad del ser humano”.
Sobre la consulta electoral de mayo, cuya ilegitimidad, extemporaneidad y graves defectos de forma advirtieron, dicen que “sólo sirvió para prolongar el mandato del actual gobernante. La altísima abstención, inédita en un proceso electoral presidencial, es un mensaje silencioso de rechazo, dirigido a quienes quieren imponer una ideología de corte totalitario, contra el parecer de la mayoría de la nación”. Luego de señalar que desde el poder “se pretende conculcar uno de los derechos más sagrados del pueblo venezolano: la libertad de elegir a sus gobernantes”, hacen esta seria aseveración: “Reiteramos que la convocatoria del 20 de mayo fue ilegítima, como lo es la Asamblea Nacional Constituyente impuesta por el Poder Ejecutivo. Vivimos un régimen de facto, sin respeto a las garantías previstas en la Constitución y a los más altos principios de dignidad del pueblo”. De inmediato ponen de relieve “Las actitudes de prepotencia, autoritarismo y abuso de poder, así como la constante violación de los derechos humanos”.
Con respecto a qué hacer, los Obispos comienzan por recordar la invitación divina “a no tener miedo, conscientes por nuestra fe, de que no estamos solos, sino que el Señor nos acompaña y nos fortalece en nuestras vicisitudes (…) la oración, el ofrecimiento del sacrificio y de las horas adversas nunca serán inútiles”. Y luego advierten que, sin pretender sustituir en su papel y vocación a los políticos, “ni convertirse en factor de gobierno o de oposición”, estimulan al laicado a intervenir activamente en la palestra política y alientan a la sociedad civil a comprometerse con el país.
Los Obispos animan aquí “a las diferentes organizaciones de la sociedad civil, y a los particos políticos, a exigir la restitución del poder soberano al pueblo, utilizando los medios que contempla nuestra Constitución”. A los líderes de la oposición les dice que “deben ofrecer al pueblo alternativas de cambio”. Y exhortan “a la Fuerza Armada a que se mantenga fiel a su juramento ante Dios y la Patria de defender la Constitución y la democracia, y a que no se deje llevar por una parcialidad política e ideológica”.
Finalmente, el Episcopado se compromete junto a las instituciones y organizaciones de la Iglesia a “continuar y reforzar” la acción solidaria, favoreciendo también “un cambio estructural en pro de la transformación de nuestra sociedad”. Agregan: “puesta la confianza en Dios, afiancemos las exigencias en favor de la justicia y la libertad”.
Concluyo con una observación mía. En la línea de su misión evangelizadora, la Conferencia Episcopal Venezolana asume, pues, una posición profética, activa, clara y corresponsable, ante la gravísima crisis nacional, promoviendo el cambio de rumbo que urge el país.