domingo, 28 de abril de 2013

DERECHOS HUMANOS

La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 fue fruto de una larga maduración de la conciencia humana. Hitos importantes constituyeron las declaraciones revolucionarias e independentistas de los finales del siglo XVIII en Francia y América del Norte. La pavorosa contienda de la II Guerra Mundial, que concluyó en 1945, aunada a las monstruosas inclemencias de sistemas totalitarios, precedidas por tragedias como el Holocausto Armenio, evidenciaron un “non possumus” (un tajante “no podemos aceptarlo”), que presionó la Declaración sobre lo que la humanidad debe ser y hacer para convivir en un relacionamiento cónsono con su dignidad. Y aún más, simplemente para poder sobrevivir. El Concilio Plenario de Venezuela subraya que los Derechos Humanos se fundan en “la grandeza y dignidad de la persona”, que los hace “innatos e inviolables” (CIGNS 107). No son, por tanto, simple convención social ni, mucho menos, concesión gratuita del Estado. Radican en lo más profundo del ser de la criatura corpóreo-espiritual brotada de las manos amorosas de Dios. “El pensamiento social contemporáneo –continúa el Concilio- considera los derechos humanos, individuales y sociales, económicos, políticos y culturales, así como los derechos de las naciones, el eje central de toda actividad de defensa y promoción en el ámbito social y ético cultural”(Ib. 108). La causa de los Derechos Humanos es tarea obligante para la Iglesia, no puede dejar de promoverlos y considera que todos los atropellos a la dignidad humana concretada en dichos derechos, constituyen atropellos al mismo Dios. Lamentablemente, la marcha histórica de los humanos, grandemente progresiva en cuanto a conocimientos y técnicas, no corre pareja con el debido trato mutuo, ni con el crecimiento moral de los pueblos. En efecto, junto a los logros teóricos y prácticos en muy diversos ámbitos, se dan también innegables involuciones en la calidad de la convivencia. Ideologías y sistemas opresivos se resisten a desaparecer. Los seres humanos, estamos siempre tentados de recaer en conductas y comportamientos reprobables. No se debe ignorar, sin embargo, que, al menos en cuanto a definición y reconocimiento público e internacional de los Derechos Humanos, se ha venido dando un innegable avance. La comparación con la manga del mago, de la cual salen pañuelos de manera ininterrumpida, resulta también aquí fiel y oportuna: unos derechos van acarreando otros en secuencia continua. La Declaración Universal del ’48 así como otras declaraciones en el mismo sentido, son producto de consensos políticos, indudablemente, pero tienen una base de sustentación más profunda y son fruto de un ineludible imperativo. Los Derechos Humanos, como queda dicho, se fundan en la condición o naturaleza humana misma y responden a una auctoritas trascendente. Por eso se habla de “ley natural” con sustentación divina. Se da algo muy “curioso” e ilustrativo con respecto a esto último: es en las situaciones límite en donde se manifiesta el carácter hondo y trascendente de los Derechos Humanos. En el Juicio de Nüremberg, por ejemplo, el respaldo último y primero, verdadero, ético, de la autoridad del juez y de las sentencias residió en que los acusados hicieron algo que “no se podía (moralmente) hacer”; estaban de por medio, en efecto, derechos ínsitos de las víctimas; la fuerza de la decisión no se apoyaba en que los jueces eran los vencedores en la contienda y en que los argumentos eran jurídicamente sustentables, sino en que el juicio y la condena estaban “naturalmente” fundados. Los Derechos Humanos constituyen un maravilloso logro, que debe ser defendido, ampliado y, sobre todo, llevado a la práctica en la verdad.

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