martes, 18 de junio de 2013

DIÁLOGO

El diálogo en sí no es algo adjetivo, accidental, para el ser humano. Se inscribe en su condición misma de persona. La Biblia narra la creación y la salvación en términos relacionales, de diálogo divino-humano y la constitución del ser humano como ser-para-la-comunicación-y-la comunión. Ser-para-el-diálogo. El pecado, mal uso de la libertad, aparece ya desde entonces como una ruptura, por parte del ser humano, de su debida relación-comunicación amistosa, con Dios y con “el otro”, el proximus. El diálogo, intercambio verbal y gestual en su manifestación primaria, dice una ínsita dinámica a la relación interpersonal, que en su más honda y auténtica expresión es encuentro, comunión. El establecimiento de un puente dialogal denota ya un propósito de estima, simpatía y bondad, por parte quien lo inicia. Pablo VI en su encíclica Ecclesiam Suam (1964) hablando del diálogo dice que éste excluye “la condenación apriorística, la polémica ofensiva y habitual, la futilidad de la conversación inútil. Si bien no mira a obtener inmediatamente la conversión del interlocutor, ya que respeta su dignidad y su libertad, mira, sin embargo, al provecho de éste, y quisiera disponerlo a una más plena comunión de sentimientos y convicciones” (Nº 73). Características del diálogo son: claridad, ante todo; apacibilidad, no es orgulloso, hiriente, ofensivo, impositivo, evita los modos violentos, es paciente y generoso; confianza tanto en el valor de la palabra propia cuanto en la actitud para aceptarla por parte del interlocutor; prudencia, procurando conocer la sensibilidad del otro y no serle molesto e incomprensible. Como se ve, constituye un ejercicio de racionalidad al igual que de bondad. Dialogar no significa perder la propia identidad, pero sí saber escuchar, comprender y en lo que merezca, secundar. El clima del diálogo es de amistad y servicio sobre un sólido fundamento de verdad. El diálogo comienza poniendo la atención en lo que une y no en lo que divide. Ésta es, por cierto, la metodología y la pedagogía para construir la paz; ellas abren un amplio campo de acuerdo: persona, vida, comunidad, derechos y deberes humanos, solidaridad, condición ética, preocupación ecológica, anhelos trascendentes. Pablo VI indica otras notas del diálogo en el referido documento: “excluye fingimientos, rivalidades, engaños y traiciones” (Nº 99). El diálogo, si es auténtico, se amasa con sinceridad y se teje con verdad. Es, en efecto, un compartir de seres racionales, libres, responsables, iguales en su dignidad. El diálogo no equivale a parloteo bonachón o a pasatiempo de relaciones públicas. Invitar a dialogar y aceptar el ofrecimiento sitúan en un escenario de seria convicción y gran disponibilidad. Progresar en humanidad entraña crecer en la actitud y el ejercicio del diálogo. Una situación grave de quiebra en el establecimiento y crecimiento de una sana convivencia es cuando se excluye el diálogo. Porque no se quiere ningún acuerdo y se margina toda reconciliación. En los sistemas totalitarios y en las políticas e ideologías excluyentes se parte de que no hay nada de qué dialogar; la solución de los problemas es la eliminación del adversario. Lo mismo que acontece en los enfrentamientos religiosos, origen de las guerras de religión. En la raíz de esta actitud actúa algo erróneo y destructivo: la identificación de posiciones y personas. Se olvida que si bien el error en sí no tiene derecho y la verdad no puede pactar con él, quien está en el error no deja de ser persona y, por lo tanto, tiene derechos que son inalienables. Si la humanidad ha podido sobrevivir, es porque en alguna forma se ha abierto paso la tolerancia. Y porque, tarde o temprano, se ha podido establecer algún diálogo.

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