viernes, 7 de junio de 2013

NOCIÓN CLAVE: COMUNIÓN

El mensaje cristiano comprende verdades, elementos doctrinales, de una parte, y de la otra, normas de vida y orientaciones para la acción. En carta pastoral previa al Concilio Plenario de Venezuela, nuestro Episcopado se refirió a ello decir que “la doctrina cristiana, fundada en la Revelación Divina, recoge una serie de verdades que iluminan nuestra inteligencia y demandan nuestra aceptación como creyentes; pensemos en la Confesión de Fe contenida en el Credo de la Misa, o en el conjunto de enseñanzas del Catecismo. Por otra parte, al cristiano se le plantean una serie de exigencias, las contenidas en los mandamientos de la Ley de Dios, en las normas de vida cristiana que nos ofrece el Nuevo Testamento (Ef. 7, 17-32), en particular las más radicales del Sermón de la Montaña y en las directrices morales y pastorales de la Iglesia” (Con Cristo hacia la comunión y la solidaridad 19). Pero luego de haber expresado esta variedad y multiplicidad teórico-práctica, que uno capta fácilmente, por ejemplo, hojeando el Catecismo de la Iglesia Católica, los obispos agregaron: “Todo esto puede y debe ser interpretado en forma de un conjunto armónico”. Esta última afirmación es de grandísima importancia y tiene enormes consecuencias. En efecto, el amplio y diversificado contenido del mensaje cristiano, así como el largo elenco de exigencias morales y otras del orden de la acción, no se quedan en una suma de enunciados, afirmaciones o requerimientos. Hay algo que une todo ello, lo conjuga y lo despliega en armonía. Se da un núcleo articulador, un eje organizador alrededor del cual se integran de modo orgánico y estrechamente interrelacionado todo lo que se cree y sostiene doctrinalmente y todo lo que se acepta como norte y guía para la conducta. Este principio unificador de lo doctrinal y de lo práctico en sí mismos como subconjuntos articulados, y en su interrelación como conjunto bien trabado, se da objetivamente y, por tanto, se debe convertir subjetivamente en bien común los cristianos. Esto permitirá una percepción armónica del mensaje en su integralidad. Ahora bien ¿Cuál es ese núcleo articulador o eje organizador? El que la III Conferencia General del Episcopado (Puebla 1979) y el Episcopado Venezolano con miras al Concilio Plenario (2000) formularon bajo la denominación de “línea teológico-pastoral”: la comunión. Muy iluminador al respecto es lo que leemos en la referida Carta Pastoral: “Ante un mundo roto y deseoso de unidad es necesario proclamar, con gozo y fe firme, que Dios es comunión, Padre, Hijo y Espíritu Santo, unidad en la distinción, el cual llama a todos los hombres a que participen de la misma comunión trinitaria. Es necesario proclamar que esta comunión es el proyecto magnífico de Dios (Padre); que Jesucristo, que se ha hecho hombre, es el punto central de la misma comunión; y que el Espíritu Santo trabaja constantemente para crear la comunión y restaurarla cuando se hubiere roto. Es necesario proclamar que la Iglesia es signo e instrumento de la comunión querida por Dios, iniciada en el tiempo y dirigida a su perfección en la plenitud del Reino"(Ib. 21). Comunión (unidad), por ser núcleo articulador, se convierte en la respuesta a las múltiples preguntas doctrinales y prácticas que se pueden plantear acerca de lo que son Dios, Jesucristo, la Iglesia, el plan creativo-salvífico de Dios, el Reino de los Cielos, la vida eterna, la santidad, la evangelización, el sentido de vida moral, la misión del cristiano en el mundo, el pecado (como negación). Se entiende así cómo la evangelización (tarea de la Iglesia en la historia) es un quehacer unificante (comunional) y por qué el mandamiento máximo explicitado por Jesús es el amor, virtud unitiva por excelencia. Lo que el cristiano cree y ha de actuar no es, por consiguiente, un simple agregado, suma o yuxtaposición de elementos doctrinales y prácticos, sino un conjunto armónico, que tiene como fundamento, principio, raíz y sentido un Dios que es comunión: relación interpersonal, amor, Trinidad. Un Dios que ha puesto su “sello” comunional, unificante a su designio amoroso sobre la humanidad.

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