Para los
creyentes el soberano con mayúscula es Dios. Su señorío tiene una
amplitud universal, cósmica.
Pero en el
ámbito de la polis, a raíz de la
revolución democrática, se suele y debe hablar
de un soberano, que es el pueblo, es decir, la gente, todos nosotros. Así
el artículo 5 de nuestra Carta Magna establece: “La soberanía reside intransferiblemente en
el pueblo, quien la ejerce directamente en la forma prevista en esta
Constitución y en la ley, e indirectamente, mediante el sufragio, por los órganos
que ejerce el Poder público”.
El pueblo en
el ejercicio sabio, libre, solidario y pacífico de su soberanía encuentra en el Soberano divino,
iluminación, ayuda, estímulo y reclamo. Es el sentido del Salmo 127 (o 126),
que me gusta rezar: “Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los
constructores: si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigila la guardia”.
Estas
reflexiones me vienen a la mente y, sobre todo, al corazón, con ocasión de lo que
acaba de suceder el 6D. El pueblo ha expresado de modo clamoroso su voluntad
respecto de lo que quiere para el país: unión en la que todos juntos –no a pesar de nuestras
diferencias, sino precisamente por y con ellas- construyamos a Venezuela como casa común, mediante la laboriosidad, el
emprendimiento, el estudio; cultivando
una fraterna convivencia; actuando en corresponsable protagonismo ciudadano y
ejercicio cuidadoso de la autoridad pública; promoviendo un clima de libertad y justicia, de solidaridad y paz. Y
en todo esto, guardando una delicadeza especial hacia los más necesitados.
Una lección
sumamente importante del 6D es la concerniente a la relación entre el poder y
el pueblo, la cual no ha de ser de aprovechamiento y manipulación, sino de
respeto y servicio. En las dos últimas décadas del pasado siglo se usó bastante
el término “cogollos” para designar las cúpulas partidistas, que reducían la
controversia política y electoral a un juego de maquinarias autosuficientes manejadas
por un pequeño grupo de líderes. Al pueblo se lo entendía como masa votante pasiva
y obediente. En 1998 los cogollos se mordieron la cola. Lamentablemente en el
tiempo que vino después, el “cogollismo” se concentró con pretensiones
omnipotentes en una “vanguardia
iluminada” político-ideológica, con al frente una especie de “mesías”; el
pueblo venía después, como justificación de un proyecto y beneficiario de los
regalos de la Nomenclatura; las organizaciones populares se estructuraban como simples correas de
transmisión del poder y, por tanto, sin centralidad y protagonismo efectivos.
Se ha dicho que el pueblo nunca se equivoca. No comparto
esta afirmación. Pero sí estoy convencido de que el pueblo es mucho más inteligente
y sensible, de lo que sus líderes o
autoridades suelen pensar. De allí las sorpresas, que de tanto en tanto, brinda la gente común a sus dirigentes. El “revolcón” electoral del 6D es claro al respecto.
¿Lección? Cuidar
la sintonía afectiva y efectiva de quienes ejercen el poder y ostentan
liderazgos, con la ciudadanía. No abusar de la confianza de la gente. No
entender la lealtad en sentido unidireccional e inmutable. No olvidar que el
poder es para servir, no para servirse. El Evangelio relata que una vez el
Señor Jesús, al escuchar una discusión entre sus discípulos acerca de quién
entre ellos era el más importante, les recalcó: “El que quiera llegar a ser
grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero
entre vosotros, será vuestro esclavo” (Mt 20, 26-27).
El soberano
es el pueblo. El 6D el soberano venezolano emergió con fuerza peculiar,
expresando su inconformidad ante maltratos y manipulaciones. Reclamó, con voz
fuerte, corrección de rumbos en la conducción del Estado. Subrayó su protagonismo.
Tarea de los gobernantes y de los dirigentes políticos es cambiar sinceramente en la línea
de esa interpelación, sin enredarse suicidamente en malabarismos hermenéuticos.
¡Atención al
soberano, porque así como vota, bota!
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