El catálogo que ofrece la historia en cuanto a concepciones y definiciones
de Dios es abundante y se inscribe en un conjunto bien amplio, que comprende las
múltiples expresiones religiosas y elaboraciones teológicas con sus
antecedentes míticos, además de las variadas posiciones planteadas en el ámbito
filosófico.
Dentro de este vasto campo podemos fijar hoy nuestra atención en algo que dice
la Primera Carta de Juan: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque
Dios es amor” (1 Jn 4, 8). Allí el Autor
explicita una condición hondamente existencial para acceder a dicho
conocimiento: adhesión de la voluntad al bien genuino, apertura del corazón al
amor auténtico. No basta una lógica de razones determinantes de una conclusión;
se requiere una libre disponibilidad afectiva, que abra a la aceptación de
Dios, como ser personal absoluto, que da sentido y plenitud al ser humano. No es
una escueta conclusión sobre una realidad neutra. Se trata de un encuentro
con alguien, que ilumina la existencia de quien pregunta y se pregunta. Si
bien en latín se tiene el aforismo nil volitum nisi praecognitum (no
queremos nada que no hayamos conocido de antemano), parece que en el presente
caso las cosas son al revés: el amor posibilita el conocimiento. Ya Platón
había intuido esta precedencia.
“Dios existe”, como afirmación
personal, no es una proposición neutra, pensemos en las físico-matemáticas. Es
la aceptación de un relacionamiento interpersonal con inmensas consecuencias
morales y espirituales. La religatio, desencadenada por un tal encuentro,
presupone o implica una reformulación o conversión de la persona en búsqueda,
una superación del egocentrismo y la adopción de una postura servicial. Obstáculos
para la aceptación primacial de Dios constituyen entonces la soberbia, la
avaricia y otros pecados capitales, fruto de actitudes y culturas hedonistas
auto referenciales, de tecnocratismos deshumanizantes o de ideologismos
cerrados.
Ahora bien, el teísmo cristiano va más allá de lo que la sola capacidad
humana puede alcanzar respecto de la existencia y naturaleza de Dios; así como
de lo que el judaísmo, el islam u otras grandes religiones asumen de lo divino.
La revelación hecha por Jesús es radicalmente original: el monoteísmo se
interpreta como conjunto relacional interpersonal, comunión, amor. El Absoluto
divino no es ya un solitario infinito, sino el Unitrino, tres personas en una
sola divinidad. Algo que, aún después de revelado, permanece como misterio.
Para la fe cristiana lo de Unitrino no se queda en simple afirmación
intelectual; postula hondas y fecundas consecuencias vitales para la praxis
creyente. Lo comunional -Teilhard de
Chardin diría amorizante- de Dios implica una reformulación de la propia
persona y del entorno mundano en su devenir y conjunto cósmico. Dios pone su
sello relacional en lo que crea y salva: el hombre como ser para la comunión, la
salvación actuada en una comunidad (Iglesia) abierta a la humanidad como signo
e instrumento del plan unificante divino universal. Éste constituye el
horizonte (telos, griego) definitivo de la historia. En el plano ético y
espiritual el amor resplandece así como mandamiento principal y sentido del
quehacer humano. Consecuencia de éste es la deseable y obligante construcción
de una nueva sociedad en libertad y solidaridad, participación y
corresponsabilidad. La cual puede denominarse también civilización del amor.
Conceptos de Dios como el infinito absoluto, el individuo solitario y lejano
de la Ilustración, o como el frio postulado kantiano (garante, junto a la
libertad y la inmortalidad, de una consistente moralidad humana), se quedan
cortos ante aceptación Dios como amor amorizante, manifestado y regalado a la
humanidad en su Hijo hecho hombre: Jesucristo.
La definición dada por Juan interpela a los creyentes de todo tiempo,
tentados de reducir la relación con Dios a una vinculación individualista y
vertical, a simple obediencia u otorgamiento de castigos y premios, olvidando
el relacionamiento amoroso que el Unitrino quiere establecer con y entre
nosotros.