viernes, 15 de noviembre de 2024

ENERO 2025: REENCUENTRO NACIONAL

 

    Se dijo repetidamente antes del 28 de julio y en circunstancias similares anteriores que “por las buena o por las malas” el Régimen habría de continuar. Porque había “venido para quedarse”. Un principio generador, obviamente, de una lógica impositiva, predeterminante.

    Frente a un tal razonamiento suena contradictorio uno de los Principios Fundamentales -el artículo 5- de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela: “La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, quien la ejerce directamente en la forma prevista en esta Constitución y en la ley, e indirectamente, mediante el sufragio, por los órganos que ejercen el Poder Público”.

    Una premisa de fuerza como la referida desencadena, por tanto, una lógica dictatorial en violación flagrante y cínica de nuestra Carta Magna. Esta lógica se manifiesta de modo inmediato y patente también en contradicción con la Declaración Universal de Derechos Humanos proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, a tres años de haber concluido una tragedia que costó decenas de millones de vidas y estampó páginas vergonzosas de historia humana.

    Nuestra Constitución, si bien no es “la mejor del mundo”, ofrece un contenido positivo en la línea de los derechos humanos y en dirección democrática. El problema es que su uso se ha quedado en gran medida en simple exhibición del “librito”, sin aplicación efectiva en muchos puntos substanciales. Peor todavía, los elogios oficiales a dicho texto han sido acompañados por una permanente y desfachatada violación de los preceptos constitucionales. Resulta lamentable también la ausencia de una educación básica de la ciudadanía en materia tan fundamental. En esta materia las instituciones religiosas han tenido también gran parte de culpa, al no integrar debidamente en la formación de los creyentes lo relativo a derechos humanos y orientación social en general. 

    El escenario nacional en estos días terminales de 2024 plantea un gravísimo desafío histórico. El dilema es claro: o se obedece a la decisión del soberano, expresada de modo patente en la jornada electoral del 28 de julio, o se impone una decisión de fuerza violatoria de nuestra Constitución y de la Declaración Universal de Derechos Humanos. A 200 años de proclamada la Independencia de Venezuela se cierne sobre la República una imposición de fuerza, que estima vanas la sangre derramada y las bellas ilusiones generadas por la libertad, al tiempo que contradice principios básicos de un auténtico humanismo y de una cristiana convivencia.

    El círculo maligno, sin embargo, no se ha cerrado. El espacio para una salida democrática, un acuerdo razonable, un encuentro sensato, si bien se estrecha, brinda todavía una oportunidad. El sector oficial debe pensar que aceptar el cambio querido por el soberano no se identifica con una pérdida total definitiva.  No se está ante el “todo o nada”. Está en juego, sin duda, algo muy importante como es la Presidencia de la República; pero no el ejercicio de todos los poderes del Estado. El Título IV de la Constitución se abre con el artículo 136 que dice así: “El Poder Público se distribuye entre el Poder Municipal, el Poder Estadal y el Poder Nacional. El Poder Público Nacional se divide en Legislativo, Ejecutivo, Judicial, Ciudadano y Electoral. Cada una de las ramas del Poder Público tiene sus funciones propias, pero los órganos a los que incumbe su ejercicio colaborarán entre sí en la realización de los fines del Estado”.  Por lo demás, otras elecciones figuran en el horizonte. No estamos, por tanto, en el fin de la historia.

    Como miembro del cuerpo episcopal de la Iglesia en Venezuela, que ha reconocido el cambio querido por el soberano el 28 Julio, lanzo en este momento crucial del país un grito, un urgente llamado de amor patriótico, de sensatez republicana, para que Gobierno y Oposición tejan una transición presidencial que pacifique al país, tan golpeado y angustiado en estos últimos años y tan urgido de un reencuentro nacional democrático, fraterno. ¡Dios lo quiere! 

      

 

 

viernes, 1 de noviembre de 2024

OBISPOS Y NUEVO PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA

 

El Episcopado venezolano ha fijado su posición frente a las recientes elecciones presidenciales. La leemos en la Declaración publicada el pasado l7 de octubre, con ocasión de su XLV Asamblea Extraordinaria, convocada “para orar y reflexionar sobre la realidad social, política y eclesial del país”. Dicho mensaje es lacónico (menos de una página) y la motivación que da es porque “Ha resonado insistentemente en nuestra mente y corazón las palabras del Señor Jesucristo la verdad los hará libres” (Jn 8,31). Una verdad que, por tanto, incluye, pero no se reduce a sus dimensiones legal y política, sino que es fundamentalmente moral, es decir, del orden de la convicción basada en la razón.

En tres puntos puede resumirse la substancia de la Declaración:

1.      En el “proceso comicial realizado el pasado 28 de julio (…) se evidenció la voluntad de cambio del pueblo venezolano”.

2.      “(…) queremos reiterar el llamado al Consejo Nacional Electoral (CNE), para que, conforme a lo establecido en La Constitución y las leyes publique en forma detallada los resultados del proceso”.

3.      “La presentación de los resultados es un paso esencial para conservar la confianza de los ciudadanos en el voto y recuperar el verdadero sentido de la política. Sólo así podremos avanzar juntos hacia la construcción de una Venezuela democrática y en paz”.

Estos puntos reclaman un par de precisiones. La primera: el llamado al CNE, necesario, es con todo, insuficiente, porque el poder se ha encargado de despojarlo de sus atribuciones legales. La segunda: se requiere no tanto conservar la confianza, perdida, sino recuperarla, y sobre el sentido de la política, más que presentar resultados, es preciso restaurar la credibilidad y prestigio de la institución electoral.   

Luego de esta firme toma de posición respecto del proceso comicial, los Obispos manifestamos una denuncia formal: “Rechazamos de manera categórica la represión de las manifestaciones, las detenciones arbitrarias y las violaciones de los derechos humanos ocurridas después de las elecciones. Exigimos la liberación de los detenidos, entre los cuales se encuentran menores de edad”.

El Episcopado define así el sentido de toda conducción legítima del país, en base a fundadas urgencias nacionales, a imperativos morales, y también, de modo claro y manifiesto, a la decisión expresa del pueblo venezolano, en el cual, según la Constitución (CRBV 5), “reside intransferiblemente” la soberanía. En efecto, el 28 de Julio, la ciudadanía, con mayoría multitudinaria y festiva, manifestó su “voluntad de cambio” respecto de la conducción del Estado eligiendo al nuevo Presidente, que lo ha de liderar, a partir del próximo Enero.

En efecto, quienes salimos a votar el 28 de Julio pudimos advertir, con satisfacción y esperanza, cómo la gente, en nutridos grupos, formaba colas en pacífica convivencia y con una actitud espontánea de confianza y optimismo.  Los resultados que pronto comenzaron a circular, desde los más distintos sitios del país, marcaron desde el inicio una fuerte tendencia, favorable al cambio, la que se transformó muy pronto en impresionante mayoría a lo largo y ancho del   país. Contra facta non valent argumenta es un dicho latino que puede traducirse: contra los hechos no valen malabarismos conceptuales ni maniobras fraudulentas. Es lo que también a nivel internacional se ha venido convirtiendo en interpretación compartida.

Expresa también la Declaración: “Manifestamos la disposición de la Iglesia a promover iniciativas que contribuyan a la solución pacífica de las diferencias”. Aquí los Obispos reflejamos el anhelo general nacional de un reencuentro pacífico de nuestro pueblo. En lo que va de siglo (y de milenio) el país ha sufrido un encrespamiento general; desde los órganos del poder, se ha alimentado una división tipo maniqueo entre “buenos” y “malos”. Se ha tratado de imponer un fundamentalismo político-ideológico mediante un proyecto que el Episcopado ha calificado de totalitario. Dicho proyecto excluye el pluralismo democrático y la alternancia en el poder, meridianamente afirmados en la Constitución y expresivos de una genuina visión humanista y una concepción cristiana del relacionamiento social.

Con esta Declaración el Episcopado ratificó que el 28 J se inició una nueva era de esperanza para nuestra Patria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 17 de octubre de 2024

TEOMANÍA O PRETENSIÓN AUTODIVINIZANTE

 

    Teomanía es un vocablo compuesto de dos términos griegos, manía (demencia, locura) y théos (Dios), que puede traducirse como pretensión de endiosamiento. Esa fue la tentación que la serpiente diabólica presentó en el Paraíso a la primera pareja humana, según narra el primer libro de la Biblia (Gn 3). El género literario con el cual éste describe la trampa maligna y el pecado original constituye una multiforme metáfora, que dramatiza el inicio claroscuro de la historia de un hombre creado con una libertad ambivalente.

    La soberbia de auto divinizarse cruza todo el devenir terrestre humano, caracterizado por luminosos proyectos, engañosas ilusiones, logros inmensos y estruendosos desastres. La teomanía suele reflejarse en ateísmo práctico, pero también teórico; en indiferencia, como también en beligerancia. En Occidente el marginar a Dios lo percibimos desde la antigua Grecia en pensadores como Demócrito o Protágoras; más tarde en algunos atisbos durante el Renacimiento, pero sobre todo en el pensamiento sistemático de algunos iluministas como La Mettrie y Helvecio, en pensadores del Ochocientos como Feuerbach, Marx, Comte y Nietzsche, y en más cercanos en contemporaneidad como Freud, el existencialista Sartre, así como neopositivistas y cultores del lenguaje, que relegan el problema de Dios a simples construcciones lingüísticas.

    Hoy en día la teomanía se expresa en tendencias antropológicas y, más ampliamente, culturales, que tienden a disolver al hombre en sus mismas manos, desligándolo de toda genuina apertura trascendente y del plan divino creador. El animal racional queda librado entonces al juego de las ideologías y las maniobras de la tecnología, sin consistencia específica propia; se excluye, en efecto, toda frontera a la voluntad humana y toda norma moral que la pueda encauzar. Se da vía libre a un transhumanismo, a una completa desestructuración antropológica y, junto a ésta, a una reconstrucción anárquica, comprensiva, entre otras, de una sexualidad indiferenciada que se expresa en abecedario de géneros y extinción de la familia; surge un variado marketing cultural con ideologías tipo woke, queer, de la cancelación y lo políticamente correcto. En el ámbito socio económico y político se abren agendas al dominio de los poderosos sobre una masificación global. La tentación del “serán como dioses”, que refiere el Génesis, estimula una confrontación social y beligerancia sin frenos retenida apenas por el fantasma de un apocalipsis nuclear.

    La teomanía y el ateísmo recorren toda la historia humana, cual camino de un peregrinante humano tentado siempre a replegarse en sí mismo y dominar a los demás, excluyendo un partner absoluto, trascendente. El problema del ateísmo, especialmente en su forma de teomanía es que, al asumirlos, el hombre queda suelto, sin otras amarras que los propios proyectos y pretensiones. Sin otra ley que él mismo y sus intereses.

La teomanía suele tonarse en teofobia y entonces Dios simboliza un contrincante de poder y un obstáculo a la autorrealización. O, peor, un impedimento a las propias ansias de dominación irrestricta sobre otros seres humanos. La historia del siglo XX con dos conflagraciones mundiales y el imperio de totalitarismos con pretensiones de absolutez, son expresiones manifiestas. Y acercando la historia, expresión palpable de teomanía en nuestro país es el querer organizarlo mediante un poder ejercido con pretensiones de omnipotencia, sin límites como no sean los que se ponga la misma autoridad.

    Es preciso no olvidar la responsabilidad de los creyentes en la aparición y crecimiento de teomanías y teofobias. Por algo ya Moisés transmitió este mandamiento divino: “No hagas mal uso del nombre del Señor” (Éxodo 20, 7). Uso indebido del cual la historia registra gran variedad de formas, buscando disfrazar el mal o justificarlo mediante la indebida apelación a una voluntad divina. Abuso igualmente al no pasar a la práctica la fe en un Dios que es sumo bien (bondad, justicia, paz …) y, según la revelación de Cristo, libertad y amor.

    El Dios verdadero es liberador-defensor del ser humano frente a toda teomanía-teofobia opresora.    

 

lunes, 7 de octubre de 2024

DELITO DE PENSAR Y COMUNICARSE

 

Cuando Luis Alberto Machado se lanzó a la aventura de la Revolución de la Inteligencia, que llegó -muy pronto pero de paso- a concretarse hasta en un ministerio de gobierno, tocó a fondo en la riqueza del pensamiento. El país está en deuda, por cierto, con la continuación de aquella iluminadora iniciativa. Inteligencia, pensar y razón, con sus obvios matices, son términos intercambiables y así los manejamos aquí.

Este tema tiene hoy particular actualidad, cuando la política oficial en el país es de criminalizar el libre pensar y de hegemonizar la comunicación. No puedo menos de traer aquí aquello de que “no hay nada más peligroso que enseñar a alguien a pensar con la propia cabeza”.  

El ser humano dispone del regalo divino de la inteligencia. Un don que, en términos aristotélicos, es un maravilloso potencial desafiado siempre a pasar al acto, es decir, a un ejercicio abierto e ilimitado. Del razonar, lamentablemente, hacemos los humanos poco uso, quedándonos en escasos desarrollos teóricos y en aplicaciones de inmediato pragmatismo. El pensar, como ejercicio propiamente espiritual, tiene, de por sí, una apertura dialogal, que es característica fundamental de la persona.

Razón y comunicación van, pues, de la mano, por la naturaleza espiritual del hombre; y no sólo se entienden juntas, sino que mutuamente se alimentan. La comunicación enriquece la inteligencia, y la razón impulsa la comunicación. Todo lo cual, obviamente, significa un progreso individual y comunitario.

Ahora bien, razonamiento y comunicación, como actividades del espíritu y, más integralmente, de la persona, expresan y exigen la presencia de la libertad, como acompañante y marco. Razonamiento amarrado y comunicación encadenada constituyen expresiones contradictorias.

Una comunidad recibe el calificativo de auténticamente humana por el ejercicio libre de su inteligencia y de su comunicación. Es lo que la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1945 buscó proteger. Como es sabido este documento respondía a los crímenes cometidos en el inmediato pasado contra la dignidad humana, entre otros, en materia de pensamiento y comunicación libres.

Una sociedad humana merece tal título, cuando satisface a las exigencias básicas, irremplazables, de su condición corpóreo-espiritual y, más precisamente de su realidad personal, a saber, el pensamiento libre, la comunicación abierta, acompañadas de responsabilidad, eticidad, participación y solidaridad.

Venezuela experimenta hoy una crisis global: socio económica, política y ético-cultural. Varios factores causales son de señalar correspondientes a esos diversos ámbitos, entre los cuales urge señalar las amarras a la libertad de pensamiento, de iniciativa civil, de organización política, de comunicación social.

Con ocasión de las persecuciones comunistas se llegó a hablar de la “Iglesia del silencio”, como sinónimo de persecución religiosa. Hoy en Venezuela podemos hablar de “sociedad del silencio”, para referirnos a la persecución de la disidencia en los más diversos aspectos y diferentes órdenes de la convivencia ciudadana. “Prohibido pensar” es lema-objetivo real del Régimen, con todo lo que ello implica de trabas al desarrollo de las personas, de la comunidad, del soberano. Algo obviamente inhumano, anticristiano

Felizmente el 28 de julio 2024 ha emergido como símbolo de la racionalidad y libertad humanas, que ninguna fuerza temporal puede extinguir. Ha sido expresión, no tanto de la oposición de un pueblo a un poder autocrático, de proyecto totalitario, cuanto de la aspiración irreprimible de una comunidad humana a la libertad, al encuentro fraterno, al progreso compartido. Fue un grito de esperanza, un estallido de ilusión. No sólo un tsunami de votos positivos, cuanto un clamor de soberano decidido.

Pensar y comunicarse en libertad, delitos para un régimen irracional y antihistórico, son expresiones y exigencias irrenunciables del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, que, como comunión trinitaria, es el inteligente y comunicador perfectísimo.

 

lunes, 23 de septiembre de 2024

LA FELICIDAD: DERECHO HUMANO

 

La Declaración Universal de los Derechos Humanos proclamada por la ONU el 10 de diciembre de 1948 (ampliada por documentos ulteriores como pactos suscritos, ya de carácter universal, ya también regional) podría sintetizarse en un solo artículo que sería: derecho a la felicidad.

El tema de la felicidad es tan viejo como el ser humano. En cuanto al pensamiento occidental un lugar bien importante ocupa el eudemonismo o teoría que conceptúa la felicidad (en griego eudaimonía, que conjuga bueno y divino), o sea el bienestar o vida buena, como el fundamento de la vida moral. El desarrollo de esta temática tiene su origen en Grecia y exhibe como cultores originales de primer plano a los filósofos Sócrates, Platón y Aristóteles; éste la desarrolló sistemáticamente en su Ética a Nicómaco. La felicidad referida aquí se mueve en un plano de calidad humana, bien distinto del hedonismo, que se refiere al placer o disfrute de las experiencias, a la exaltación momentánea de los sentidos. La felicidad tiene que ver con un alto propósito y significado de vida, con la verdad y el bien, con la excelencia moral y los fines últimos. En el pensamiento clásico griego felicidad dice plenitud de vida humana y se alcanza viviendo virtuosamente.

Volviendo a la referida Declaración Universal podríamos reformular sus treinta artículos en forma propositiva y hacer con ellos un elenco de aspiraciones y condiciones para la felicidad, que todo ser humano anhela y y que el Creador le ha ofrecido al situarlo en el mundo y en la historia como protagonista con vocación de plenitud.

Con respecto a este derecho a la felicidad, el Estado y todo ente con facultad de organización social han de entenderse como servidores y facilitadores con miras al bien común; éste ha sido definido por el Concilio Vaticano II como “el conjunto de las condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y fácil de la propia perfección” (Gaudium et Spes 26).

No son pocos los libros y folletos que recogen, bajo títulos sugerentes, consejos de autoestima e itinerarios para ser feliz. Pues bien, el articulado de la Declaración podría presentarse así, confiriéndole un rostro menos formal y más cercano a la cotidianidad humana. Resulta fácil y atractivo, por ejemplo, transformar el artículo 19 en algo que el hombre requiere y la comunidad postula para ser feliz: libre para opinar y expresarse, no ser molestado a causa de sus opiniones, tener abierto el camino para investigar y recibir informaciones y opiniones, y difundirlas sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

¿No podrían también ser propuestos en forma parecida, como medios y caminos para la felicidad de los ciudadanos y de la comunidad nacional, el conjunto de orientaciones y normas que integran el Preámbulo y Principios Fundamentales de la Constitución de la República? Estimo oportuno recordar, de paso, el poco público lector  que tienen estos preceptos de la Carta Magna en un país en que la educación cívica brilla por su ausencia y al estado de derecho lo ha absorbido Miraflores.

En estos últimos tiempos ha experimentado ha experimentado Venezuela una inflación del poder del Estado, de la prepotencia de las entidades públicas y de los órganos oficiales, a tal punto que lo que el soberano pueda decidir queda sometido a lo que “por las buenas o por las malas” quiera imponer el gobierno y su partido político. Se experimenta una contracción de los intereses nacionales en los del sector oficial. En este contexto suena extraño lo que en las presentes líneas se trata de subrayar: la suerte de los ciudadanos en términos de su felicidad como derecho primario, al cual deben necesariamente estar subordinados la autoridad pública y todo el andamiaje jurídico y administrativo del Estado.

La felicidad del ciudadano y de su comunidad cívica como derecho fundamental es algo que constituye una especie de giro copernicano en el ámbito político-cultural, interpretándolo en una genuina perspectiva humanizante.      

 

sábado, 7 de septiembre de 2024

POLITIZACIÓN NECESARIA

 

Refundación nacional, ha sido un término acuñado por el Episcopado nacional en la presente circunstancia histórica para subrayar la necesidad de enfrentar cuestiones básicas del país, tomando en cuenta el historial de nuestro pueblo, elementos fundamentales de su cultura y el futuro deseable.

Rayo de esperanza en un presente oscurecido por densas sombras ha sido la multitudinaria decisión del 28 de julio pasado en pro de un cambio efectivo de la nación hacia un futuro democrático y de reencuentro ciudadano. Se votó por la superación de décadas de destrucción y de la honda crisis de la República. Entusiasta y global ha sido la manifestación popular hacia una convivencia en justicia y libertad, en paz y progreso consistentes, valores que están plasmados en el Preámbulo y los Principios Fundamentales de nuestra Constitución pero, desgraciadamente, son objeto de flagrante y constante violación por parte del autodenominado Socialismo del Siglo XXI, reedición maquillada del socialismo real.

Cabe hablar, por consiguiente, en la presente circunstancia venezolana, de la necesidad de una refundación política. A ésta podría formulársela en términos de formación, conciencia, praxis. Para ello es preciso, ante todo, identificar el sentido primigenio de política, para, desde allí, plantear algunas exigencias y desiderata en el campo educativo y operativo.

Lo primero que resulta indispensable lograr es una desmitificación de lo que se entiende por política. Ésta, en efecto, ha llegado a ser considerada tan peculiar y sectorial dentro de lo social, hasta entenderla como preocupación y tarea de unos pocos, como ocupación tentadora para manipuladores del poder y peligrosa para gente honesta. Ello ha conducido a pensar que quienes se ocupan de menesteres culturales, espirituales y religiosos, han de guardarse bien y no “meterse en la política”, ámbito rico en contaminación y distractivo de las realidades últimas. Esta advertencia se formula como un consejo sabio, particularmente para quienes tienen la responsabilidad de guiar grupos humanos hacia altos fines éticos y espirituales.

Urge actuar un “giro copernicano”, un “salto cualitativo” o “cambio substancial” en esta materia. Lo que intenta expresar aquí el vocablo “desmitificación”. Ello conduce a interpretar la política como algo normal, necesario, ineludible, al hablar de sociedad, cultura, historia. Y al estructurar una antropología integral, formular una ética y una espiritualidad genuinamente humanas, y fraguar una auténtica religiosidad.

Cuando habló Aristóteles del hombre como animal político (ser que emerge, actúa y se desarrolla en con-vivencia, polis), conceptuó la política respecto de los humanos como el agua para el pez. Podemos decir, por tanto, que uno no se “mete en la política”, sino que la política está metida necesariamente en uno, de cualquier clase, condición, ocupación o etc. que sea.

Y si quien reflexiona u ocupa de estas cosas es un cristiano, le resulta imperativo recordar algunas verdades básicas: Dios Unitrino, comunión, creó al ser humano como ser-para-la-comunión, es decir, como ser social, político, llamado a tejer convivencia, a compartir y desarrollarse en polis (ciudad). Resulta muy significativo y coherente al respecto, que el mandamiento máximo evangélico es el amor, tejedor de projimidad. El creyente está llamado a construir la polis terrena, histórica, como preparación de la Jerusalén celestial, de que hablan los dos últimos capítulos del Apocalipsis.

Refundar a Venezuela requiere, por tanto, como algo prioritario, politizar la conciencia y el actuar del venezolano. De todos los venezolanos. Formar y exigir su corresponsabilidad en el ser y destino de la política nacional, dentro de la variedad de formas en que puede actuarse (ya en la sociedad civil, ya en la militancia partidista o en el ejercicio del poder; y, tratándose de religión, ya como persona individual, ya como comunidad creyente, o como del sector jerárquico). Nadie, sin embargo, se queda o puede quedarse fuera.

Los humanos somos, pues, inevitablemente políticos y el bien-ser y bien-estar de la polis (convivencia, sociedad), es, para todos, obligante quehacer.

 

jueves, 22 de agosto de 2024

FE Y CULTURA

 

“Una fe que no se convierte en cultura es una fe no acogida en plenitud, no pensada en su totalidad, no vivida con fidelidad”. Así se expresó Juan Pablo II al instituir el 20 de mayo de 1982 el Consejo pontificio para la cultura.

El término cultura se entiende aquí, no en un sentido restringido, sectorial, reduciéndolo a un ámbito “elitesco” como sería el literario o artístico. Designa, antes bien, la totalidad del quehacer humano, englobando así lo cotidiano y popular junto a lo que puede considerarse más refinado. Es así como al hablar de la cultura venezolana se entiende un conjunto que tiene que ver con las actividades tanto del Museo de Bellas Artes como también con las del Mercado de Quinta Crepo de Caracas. Es la razón igualmente por la que dicho término se utiliza en singular y en plural para denominar unidades diversas y complejas cuando, por ejemplo, hablamos de la nueva cultura y las culturas regionales.

La fe no es para quedarse en una adhesión individual o colectiva aislada, sino que ha de permear lo personal y social en sus diversas manifestaciones y recoger las variadas expresiones de la existencia personal y comunitaria. De este modo se puede decir que está llamada a cubrir la oración y la política. El hogar y la plaza pública.

La fe es una adhesión espiritual exigida a no agotarse en una vivencia íntima ni en una relación vertical y aislada con Dios, sino que, particularmente la cristiana, integra a la persona en una comunidad creyente y en un tejido relacional humano-divino. Una expresión que se suele oír, en un contexto individualista, es la de que “yo me las entiendo con Dios”. Pues bien, Dios -y esta vez asumido en marco cristiano- es Trinidad, comunión, amor, que ha creado al hombre como ser social y ha querido salvarlo no aisladamente, sino en un conjunto creyente, que es la Iglesia (“pueblo de Dios”), la cual tiene la misión universal de evangelizar.

Sobre este tema de la fe, con su carácter relacional y su expresión cultural, contamos con un documento nacional circunstanciado y de gran valor como es Evangelización de la cultura en Venezuela. Éste, producido por el Concilio Plenario de este país en 2005 y elaborado con la muy útil metodología del ver-juzgar-actuar, conjuga acertadamente aspectos de investigación, reflexión y operatividad en una dinámica actualizada transformadora.

La frase de Juan Pablo II citada al inicio de estas líneas constituye un verdadero desafío, de especial resonancia en este tiempo universal de cambio epocal y muy peculiar venezolano. En éste, por la crítica situación nacional de los últimos decenios y también porque en nuestra historia republicana la relación fe-cultura ha sido más bien débil por lo belicoso del acontecer y las ideologías dominantes. En orden a una respuesta positiva la figura del doctor José Gregorio Hernández resulta modélica y estimulante: él constituyó una respuesta existencial a la penuria científica, al filosofismo positivista y a la postración social.

Con respeto a la vida y el compromiso del creyente cristiano en el contexto cultural el documento arriba citado del Concilio Plenario distingue acertadamente entre inculturación del evangelio y evangelización de la cultura. Éstas son como las dos caras de una misma moneda; la una subraya el aspecto receptivo (asumir, incorporar) y la otra el activo (transformar, aportar) con respecto a la realidad histórica. Pensemos en lo que sucedió en el encuentro original del cristianismo con su entorno judío y el marco helenístico-romano. La historia del cristiano y su Iglesia ha sido un continuo desafío de adaptación y cambio. El inicio de la Carta de san Pablo a los Romanos es muy interpelante al respecto (1, 18-32). 

El creyente está llamado a encarnar su fe en una situación histórica concreta, simultáneamente con su compromiso de transformar la situación con los valores del evangelio. Como dos actuaciones que se han de conjugar en la unidad de un mismo quehacer. El resultado a través del tiempo no ha sido igual; ha dependido de la lucidez y autenticidad del creyente y de la comunidad Iglesia. El ser humano es hacedor -paciente y agente- de historia.

 

 

viernes, 9 de agosto de 2024

DOCTRINA SOCIAL A LA MANO

 

    La contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad (citaré como CIGNS) es el documento 3 del Concilio Plenario de Venezuela y constituye una especie de manual de Doctrina Social de la Iglesia (DSI) en coordenadas nacionales.

    El referido Concilio (2000-2006) se coextiende temporalmente en realización y aplicación con el sistema Socialismo del Siglo XXI, que se ha tratado de imponer al país por un cuarto de siglo, violando principios y normas establecidos en la Constitución. Fáciles actualizaciones hacen de tal documento  conciliar CIGNS una orientación muy útil en el campo del compromiso social en perspectiva cristiana. Valga aquí como introducción al mismo, el siguiente planteamiento que él destaca:

    “Una de las grandes tareas de la Iglesia en nuestro país consiste en la construcción de una sociedad más justa, más digna, más humana, más cristiana y más solidaria. Esta tarea exige la efectividad del amor.  Los cristianos no pueden decir que aman, si ese amor no pasa por lo cotidiano de la vida y atraviesa toda la compleja organización social, política, económica y cultural” (CIGNS 90).

    Lo que el marxismo achaca a la religión, no tiene aplicación en el caso del cristianismo auténticamente entendido y practicado. Una de las seis dimensiones de la evangelización (misión de la Iglesia en este mundo concreto), consiste precisamente en el imperativo de contribuir a la construcción de una nueva sociedad, algunas de cuyas notas específicas recuerda el documento conciliar como veremos a continuación. Desde ahora sea dicho que cuando en la Iglesia se habla de opción por los pobres como exigencia cristiana, no hay que entenderla simple y primariamente como ayuda a los necesitados de facto, sino como praxis efectiva para evitar el flagelo, mediante un trabajo consciente y esforzado por una sociedad justa y solidaria, desde los ámbitos menudos e inmediatos hasta los más amplios y globales.

    En cuanto a fundamentación doctrinal el documento parte de una noción a) de Dios, no ciertamente la del absoluto y solitario de la Ilustración, sino la del “Dios amor” (ver 1Jn 4, 8), b) de su Hijo Jesucristo, quien se autoidentifica con el prójimo y, por cierto con el más necesitado (ver su narración del Juicio Final en Mt 25, 31-46). Igualmente, c) del Reino (o Reinado) de Dios, referencia central de la “buena nueva” y de la misión de la Iglesia, el cual se edifica también, ya desde la historia, mediante la edificación de una convivencia libre, justa y fraterna (nueva sociedad o civilización del amor).

    Puntos fundamentales de la DSI y que aparecen claros en el documento CIGNS son:  la dignidad y centralidad de la persona en el tejido social; el carácter intrínsecamente social del ser humano; el bien común como eje rector y meta en el actuar social económico, político y ético-cultural; el destino universal de los bienes y la función social de la propiedad, orientadores de un desarrollo integral; el sentido humano y humanizante del trabajo; la tríada interrelacionada y altamente interpelante de solidaridad, participación y subsidiaridad.

    Tres temas merecen una mención aparte: los derechos humanos y su condición de “eje central de toda actividad de defensa y promoción en el ámbito social y ético cultural (Ibid. 108); la política como actividad positiva ineludible humana y cristiana -superando concepciones restringidas, elitistas y aun negativas- con particular exigencia para los laicos (seglares); la cultura en su sentido englobante social, que totaliza y entreteje el compromiso humano y su quehacer histórico.

    Por cierto, que la metodología asumida por el documento CIGNS es la del ver-juzgar-actuar, que permite un tratamiento de los temas desde un ángulo situacional bien concreto y estimulante. Ello permite, entre otras cosas, que la parte relativa a la acción adquiera un sentido operativo bien realista y muestre de modo ejemplar cómo la DSI ha de impulsar de modo efectivo la edificación de una nueva sociedad, que, en cuanto histórica, ha de pensarse y actuarse en perspectiva de revisión y perfeccionamiento continuos.

 

miércoles, 7 de agosto de 2024

Libro Renovación eclesial a la luz del Concilio Plenario de Venezuela. 2da Edición.

     La Conferencia Nacional de Laicos de Venezuela (CNL) como lugar de encuentro de laicado venezolano en orden a su misión evangelizadora, se convierte en organismo de referencia, enlace y diálogo. En este orden de ideas, persigue la participación activa de los laicos en el desarrollo de programas sociales, educativos y pastorales, así como también, su presencia evangelizadora en la sociedad.

     Estos propósitos se enmarcan en la necesidad de promover el interés intraeclesial, de religiosos, clérigos y dirigentes laicos, para trabajar en comunión por los problemas y nudos críticos de la sociedad, desde la dimensión social y política del Evangelio.

     Como respuesta a lo anterior, la Conferencia Nacional de Laicos presenta en esta oportunidad, como parte de su programa de publicaciones, el presente Libro escrito por Monseñor R. Ovidio Pérez Morales, Viceasesor de la CNL, que se ofrece como un servicio a la Nueva Evangelización, una 6 breve síntesis de diez elementos claves del Concilio Plenario de Venezuela (CPV). El orden en que presenta el autor dicho Decálogo constituye un excelente instrumento de estudio que busca sintonizarnos de forma didáctica con el trabajo misionero, donde todos los bautizados debemos participar, destacando de manera importante, la acción del laico de colaborador a protagonista, evangelizar la cultura y la dimensión social de la evangelización, fuente de renovación eclesial y conversión.

     En esta nueva entrega de Monseñor Pérez Morales a la Iglesia de nuestro país, resaltamos su gran labor como pastor y su entrega incondicional a la CNL. Que el lector de este documento, aproveche cada uno de los puntos de este Decálogo, espacio de reflexión y acción en el camino de la evangelización. En la Exhortación Apostólica Evangelli Gaudium –La Alegría del Evangelio– el Papa Francisco plantea: …Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador… La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados (EG. 120).

Para seguir con la lectura, puede hacer clic en el siguiente título: Renovación eclesial a la luz del Concilio Plenario de Venezuela. 2da Edición

martes, 30 de julio de 2024

OBISPOS ANTE 28J

 

“El día 28 de julio debe ser un día de fiesta democrática” ¿Quién lo dice? Los obispos de Venezuela reunidos en asamblea plenaria, mediante su mensaje titulado Caminar juntos con esperanza (11. 7. 2024).

Al hacer esta invitación, ellos no ignoran que hay profetas del desaliento” (para quienes “nada se puede hacer”, “nada cambiará”) y que el acontecimiento de julio “es un proceso electoral atípico, en el que no hay igualdad de oportunidades para todos”. Pero sobre todo manifiestan la confianza en Dios, reafirmada con la cita del profeta Isaías: “No temas, porque yo estoy contigo; no te desalientes, porque yo soy tu Dios. Te fortaleceré” (Is 41,10). Y al final del mensaje invocan a Dios, Trinidad Santísima, y a la Patrona nacional, María de Coromoto, para que inspiren mentes y corazones y así “tomar el camino más certero en los próximos años de vida democrática en nuestra patria”. 

Los obispos manifiestan estar bien conscientes de la situación del país al recordar:  la “grave crisis que golpea al pueblo”, “deterioro constante en los sistemas educativo, alimentario, de salud, de servicios públicos, de participación ciudadana, de justicia y de libertades tipificadas en la Constitución Nacional” y una autorreferencialidad de instituciones públicas que sirven “sólo a una parcialidad política”. A esto añaden “la persecución y el hostigamiento a quienes facilitan instrumentos necesarios para las concentraciones y la libertad de movimiento de candidatos con opciones diversas a la opción gubernamental”, de modo que “es desleal y falta de toda ética política lo sucedido hasta ahora”. Pudieran haber agregado aquí el drama de los presos políticos, que habían denunciado ya anteriormente.

A dos instituciones públicas claves en el proceso electoral hacen los obispos exigencias muy concretas: a la electoral y a la militar. Al Consejo Nacional Electoral lo emplazan: “Es hora de que ejerza su autonomía e independencia (…) y vele por un acto electoral ajustado a la Constitución Nacional y normas electorales. No pueden quedar dudas del proceso y de los resultados en bien de la paz y serenidad del pueblo venezolano”. Y a la Fuerza Armada, cuyo papel “es fundamental como garante de la institucionalidad democrática (… y) su misión consiste en servir al pueblo soberano, respetando y haciendo respetar la voluntad popular expresada en el voto, y garantizando el orden y la paz en todo el territorio nacional”.

La especial importancia de estas elecciones presidenciales  la pone de relieve el Episcopado cuando afirma: “En el próximo período de gobierno hay retos de primer orden para quien salga elegido: la reinstitucionalización del Estado y del País, promover la separación de los poderes del Estado, la promoción y respeto a los derechos humanos, el diseño de una nueva economía que genere puestos de trabajo y salario digno, el mejoramiento de los servicio públicos, reconfigurar el sistema educativo (…) fortalecer el sistema de salud para una atención digna y eficaz a los enfermos, luchar contra la pobreza y la corrupción, promover el respeto a la libertades ciudadanas y de expresión”. A esto podríamos añadir: repoblar el país procurando el regreso de tantos y el cese de la masiva emigración.

Elogio de la democracia y valoración de la política. Son dos aspectos de particular insistencia en el documento episcopal. Y fundamentales para la refundación del país. En este sentido los obispos subrayan la necesidad de una efectiva participación ciudadana y la obligación moral que esto implica; citan oportunamente advertencias y recomendaciones del Papa Francisco. Se recalca el reto de un serio compromiso para hacer de la política “una herramienta para el progreso y la convivencia solidaria”.

Cuando los obispos venezolanos invitan a convertir el 28 Julio en “un día de fiesta democrática” no lo hacen en un arranque de entusiasmo y deseo superficiales, sino conscientes de la gravísima crisis nacional y de los muy desafiantes desafíos que ésta plantea; pero también y sobre todo, confiados en el auxilio divino y en las potencialidades de nuestro pueblo para retomar su vocación y obligación de soberano democrático.

 

 

 

 

 

 

jueves, 11 de julio de 2024

CIUDADANO DE DOS MUNDOS

 

De acuerdo a la antropología cristiana se puede hablar del ser humano como ciudadano de dos mundos.

Una carta de san Pablo en la que habla con bastante emoción de esta doble ciudadanía fue escrita desde una cárcel y, por cierto, en la perspectiva de una pronta ejecución. Es la llamada Epístola a los Filipenses, en la cual el Apóstol refleja una aguda tensión existencial entre el seguir viviendo -“permanecer en la carne” dice él- o morir y estar con Cristo, lo cual, agrega, “resulta lo mejor”. Junto a reafirmar su actual compromiso de servicio a la comunidad cristiana, a la cual se ha entregado con todas sus fuerzas en un continuo peregrinar, Pablo declara que “nuestra ciudadanía (políteuma) está en los cielos”; afirma, por tanto, su pertenencia a dos mundos como miembro de dos polis: la terrena, en la cual no descansa como incansable misionero, y la celestial, que espera como plenitud definitiva. Dos ciudades no simplemente yuxtapuestas, sino en estrecha conexión.

Sobre la relación de estas dos ciudades es bien iluminadora la narración del Juicio Final, la cual, según el evangelista Mateo (25, 31-46) hace el mismo Jesús. Allí aparece como patente criterio de tal juicio las actitudes y comportamientos tenidos en este mundo respecto del prójimo, especialmente del más necesitado. En efecto, los que resultan aprobados, lo son porque han dado de comer al hambriento, visitado a los presos y socorrido a los enfermos, entre otras obras de solidaridad; y los que salen reprobados, la causa ha sido su indiferencia respecto del prójimo en situaciones similares.  Es decir, que el buen o mal ejercicio servicial de la ciudadanía terrena es el documento de aprobación o rechazo de la entrada a la Jerusalén celestial.

Contrariamente a la interpretación marxista que considera lo religioso como alienante, en el compromiso temporal de apertura o cierre solidarios se juega la suerte eterna del ser humano; Jesús se declara como escondido o disfrazado en el prójimo, particularmente en el más débil: “cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).  Para entender adecuada y proactivamente este pasaje evangélico, es preciso proyectar en dimensiones mayores las obras a que hace referencia. Es preciso entenderlas no sólo respecto del servicio pequeño y de persona a persona, sino también en la perspectiva persona-comunidad y macrosocial. Así se interpretarán también, como obras que quiere y manda Dios, las buenas políticas alimentarias, habitacionales y carcelarias.

Esta escena del Juicio Final es una enseñanza interpelante acerca del comportamiento en el ámbito de la convivencia, en la correspondiente responsabilidad política. La relación de obediencia y amor a Dios, que es Trinidad, comunión, no se reduce a un encuentro privado, intimista, verticalista, sino que envuelve una atención integral al prójimo, especialmente el más requerido de atención. Contra toda interpretación alienante, las dos polis en que se encuadra el ser humano guardan estrecha relación, como aparece también en otros pasajes del evangelio, entre los cuales la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31).

¿Dónde está tu hermano? Esta pregunta formulada por Dios al fratricida Caín en los albores de la humanidad, según relata el Génesis (4, 9), es la permanente pregunta que hemos de sentir como formulada a nosotros los humanos por un Creador que nos hizo sociales y miembros de una gran familia, en la cual estamos llamados a reflejar la bondad de quien quiso fuésemos su imagen y semejanza.

La narración del Juicio Final resulta entonces una exigencia muy concreta para los cristianos respecto de la construcción de una nueva sociedad, libre, solidaria, pacífica, sabiendo que en el buen ejercicio de la ciudadanía temporal, se juega la suerte de la polis celestial. Un escritor de la Iglesia de los orígenes, Ireneo, escribió algo sumamente aleccionador y desafiante: “La gloria de Dios es que el hombre viva”.

jueves, 4 de julio de 2024

DE QUÉ DIOS HABLAMOS

 

Definitoria en el cristianismo es la confesión de fe en la Trinidad, que es central en el Credo o síntesis de la fe. Por cierto que el Papa Pablo VI quiso destacar esa trinitariedad divina en el Credo del pueblo de Dios que él mismo proclamó en 1968 y el cual comienza así:” Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo”.

Ahora bien, esta característica trinitaria de la fe cristiana no es tan simple como a primera vista pidiera aparecer. Aquí es preciso diferenciar entre lo que explícitamente se confiesa y lo que se implicita en la reflexión y vida ordinaria de la Iglesia y de los creyentes. En otras palabras: ¿Qué noción de Dios se maneja en la cotidianidad de los cristianos? ¿Qué concepto de Dios se tiene en mente al orar, al relacionarse en la comunidad creyente y conducirse en la vida ordinaria de la ciudad? A propósito de preguntas como éstas se suele mencionar al filósofo Kant, quien estimaba que lo trinitario divino no tenía incidencia práctica alguna; conviene también recordar lo dicho por el connotado teólogo católico Karl Rahner, alemán también, para quien si se eliminara el dogma trinitario en los libros de teología nada cambiaría en el pensamiento y la vida de los cristianos. En otras palabras: la seriedad y solemnidad de la afirmación doctrinal de la Trinidad se quedan bien confinadas en lo teórico, sin que tengan significativo reflejo en lo vivencial creyente y eclesial. Algo, pues, bien serio.

De hecho la idea de Dios que manejan generalmente los cristianos viene entonces a coincidir con la de la Ilustración o Iluminismo del siglo XVIII -pensemos en connotados representantes como el inglés A. Collins y el francés Voltaire-; esa corriente de pensamiento afirmaba la existencia de Dios, pero sin reconocerle repercusión alguna en la historia. Se aceptaba a Dios como ser absoluto, sí, pero solitario y lejano del acontecer histórico. Éste era tarea sólo de la razón y la voluntad humanas.

Uno de los indicadores más significativos de la renovación teórica y práctica católicas de estos últimos tiempos ha sido precisamente la “recuperación” de lo trinitario divino. Expresión emblemática de ésta ha sido la concepción del Concilio Vaticano II respecto de la comunidad eclesial como “Iglesia de la Trinidad” (cf. Lumen Gentium 2-4), superando la interpretación corriente, que la definía prácticamente sólo por su relación a Cristo, Hijo de Dios encarnado.

La Trinidad entendida como comunión (unión, interrelación personal) divina, superando una concepción que pudiera considerarse sólo principista o sectorial viene a convertirse en marco global de comprensión del conjunto doctrinal y práctico cristianos; algo así como foco iluminador y sentido de la totalidad que se asume en la fe.  Dios como comunión (amor) se convierte de tal modo en el principio explicativo de la globalidad cósmica, la dinámica unificante de la historia, la socialidad humana, el tejido político, lo comunitario eclesial, el horizonte amorizante de lo ético, el núcleo armonizador de la espiritualidad, en suma, la finalidad (telos) de la obra creadora y salvadora divina.

La cultura, que de por sí es un tejido de símbolos, en su configuración actual puede definirse como doblemente simbólica - “civilización de la imagen” se la ha llamado-. Pues bien, el Dios revelado por Cristo como Unitrino, tiene en el triángulo equilátero -con sus tres ángulos y lados distintos e iguales- un símbolo apto para ser representado. Es lo que exponía el P. J. Rafael Faría en su Curso superior de religión (Editorial Librería Voluntad S. A., Bogotá 1945), bastante difundido. Extrañamente después del Concilio Vaticano II ha desaparecido práctica y lamentablemente tal simbolismo trinitario, el cual estimo, de suma importancia y urgencia, recuperar y difundir. Esto vendría a llenar un gran vacío en la cultura actual, acentuadamente simbólica, pero también secularista e individualista.

        

jueves, 20 de junio de 2024

LA POLÍTICA, CREACIÓN DE DIOS

 

“Yo no me meto en política. Llevo mi vida y punto”. “La política no es para mí”. Son algunos de esos juicios que uno oye a menudo y tienden a justificar ausentismos del compromiso ciudadano. Cosa que en un ser humano es malo y en un cristiano peor.

Es bien conocido el origen griego del término polis (ciudad) y lo dicho por Aristóteles de queel hombre es por naturaleza un animal político o social”. El socializar es connatural y, por ende, ineludible para el ser humano. El emerger mismo de éste en el mundo es ya fruto de una relación. Lo mismo se diga de su desarrollo, en con-vivencia, desde el estadio más elemental, hasta las sorprendentes formas de la contemporaneidad. El bien común va generando en la historia humana una diversificación estructural y funcional, en ampliación y complejidad progresivas, desde lo vecinal inmediato hasta lo societario internacional.

El “fundador” de la política es Dios, en cuanto creador del hombre, ser-para-el-otro; lo hizo a imagen y semejanza suya y, consiguientemente, no como ente solitario, sino como ser relacional. La dimensión política del hombre no es, por tanto, algo opcional, sino ontológico, necesitante. Otra cosa son los modos, los grados, el estilo, la perspectiva, en el ejercicio esa condición. Pero ¡atención: el pretender abstenerse de ella es ya una manera (equivocada) de actuarla! Bastante razón tiene aquello de que “el mundo anda como anda, no por lo que los malos hacen, sino por lo que los buenos dejan de hacer”.

 Un modo importante de participar políticamente es incorporándose a una organización partidista, la cual se constituye con miras al ejercicio (toma, práctica, recuperación) del poder en la comunidad política. Dentro de los partidos hay quienes ejercen un papel de liderazgo, lo cual plantea una especial responsabilidad y exige una seria formación. Una democracia implica el surgimiento, contraposición e intercambio entre los partidos (pluralismo), sin olvidar, por supuesto, que debe darse también una acción política no partidista, ejercida de modo más variado y flexible desde las organizaciones de la sociedad civil, cuya activa presencia es fundamental para una marcha equilibrada del conjunto social.

Algo necesario y obligante dentro de la comunidad ciudadana es la formación ética y cívica de todos sus miembros para actuar su presencia responsable, política, ya sea a través de los partidos o de las otras formas ya mencionadas. Esa tarea formativa incumbe, entre otros, a los institutos educativos y las organizaciones religiosas.

¿La religión tiene entonces que ver con la política? Obviamente sí, por lo ya dicho. En lo que toca al cristianismo la respuesta es claramente afirmativa; tarea ineludible del cristiano es, desde la fe, contribuir a la edificación de una sociedad temporal que responda de la mejor manera posible a la dignidad y los derechos humanos fundamentales, al deber de justicia y solidaridad respecto del prójimo. El mandamiento máximo, el amor tiene una dimensión política; no se reduce a un relacionamiento individual inmediato, sino que es preciso interpretarlo y vivirlo en el amplio marco de la polis. Con respecto a la Iglesia y su participación política, la respuesta depende de qué se entiende por Iglesia (comunidad de creyentes, jerarquía, sector del laicado) y por política (lo tocante al bien común, el ejercicio del poder, la militancia partidista).  La respuesta varía según los distintos binomios que se pueden formar; no resulta simple, pero lo cierto es que no se da ni puede darse divorcio entre Iglesia y política, fe y política.

La comunidad eclesial dispone de un material apto en este campo con la Doctrina Social de la Iglesia (DSI). Y el Concilio Plenario de Venezuela (2000-2006) aprobó dos documentos, Contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad (No. 3) y Evangelización de la cultura en Venezuela (No. 13), elaborados según la metodología del ver-juzgar-actuar, los cuales son como un manual de doctrina social aplicada a nuestro país.

El Juicio Final tendrá también su cuestionario político (¡!).

 

viernes, 14 de junio de 2024

JUAN XXIII DE TRANSICIÓN EPOCAL

 

Discurso de incorporación a la

Academia Internacional de Hagiografía

Sillón San Juan XXIII

Caracas, 12 Junio 2024

 

JUAN XXIII DE TRANSICIÓN EPOCAL

Mons. R. Ovidio Pérez Morales

    Grato deber al inicio de la presente exposición es manifestar mi agradecimiento a la Academia Internacional de Hagiografía por la distinción que sus Miembros de Número han querido hacerme para ocupar un sillón en esta prestigiosa institución y precisamente con el nombre de un Santo y Papa (1881-1963), que la Providencia eligió para servir a la Iglesia en una circunstancia histórica trascendental (1958-1963) y la cual para mí constituyó un escenario existencial privilegiado.

    En Protagonistas de Iglesia y mundo [1] reproduje una Entrevista imaginaria del Papa Roncalli[2], de la cual me será grato aquí substraer algún dato y reflexión. Aparte de las obligantes referencias a sus documentos y mensajes, resulta fácil encontrar material de apoyo para hablar de Juan XXIII por la abundosa bibliografía sobre tan sorpresivo y original pastor.

Coincidencia existencial.

    Me resulta sumamente familiar y grato hablar sobre nuestro personaje, a quien identifico como muy inserto en el tejido de mi vida en un capítulo particularmente significativo. Comenzaré describiendo el marco temporal de mi encuentro romano con el Papa Giovanni.

    Cuando su antecesor en la sucesión de San Pedro, Pio XII, falleció (9. 10. 1958), me encontraba yo en Roma en el Pontificio Colegio Pio Latino Americano, haciendo los reglamentarios ejercicios espirituales en los días previos a mi ordenación sacerdotal (mejor, presbiteral). La estricta disciplina seminarística en ese tiempo no permitió que, encontrándome junto a un grupo de compañeros en esa inmediata preparación al sacramento del Orden, pudiese interrumpirla para estar presente en la solemne procesión de entrada a Roma del difunto Papa, procedente de la residencia pontificia veraniega de Castel Gandolfo, para la velación en la Basílica de San Pedro. Pude sí venerar luego en ésta sus despojos mortales y participar en la ceremonia de entierro.

Mi ordenación presbiteral, tuvo lugar junto a una veintena de compañeros piolatinos, en la sede misma del Seminario, el 26 de otubre -y esto es una de las curiosidades que suelo referir en conversas autobiográficas- en una Iglesia sin Papa. En efecto, Pío XII yacía en el sepulcro y para su sucesor no había salido todavía humo blanco de la Capilla Sixtina. La que se suele denominar como “primera misa”, la celebré, por cierto, el día siguiente temprano en la mañana en el altar de La Cátedra de la Basílica de San Pedro, bajo la Gloria del Bernini; fue la causa por qué -comprensiblemente- todos los asistentes al terminar la misa se quedaron en la Plaza de San Pedro (sin ir al protocolar desayuno, excepto mi persona, mamá y un sacerdote) para ver si salía el esperado humo informador de la elección del nuevo Papa. Fue el día siguiente (28) al caer la tarde cuando hubo conmoción en la muchedumbre agolpada frente a la Basílica, al oír la sensacional y feliz noticia de la elección del nuevo pontífice: “Habemus Papam”, seguida de un nombre, Angelo Giuseppe Roncalli, el cual no figuraba, por cierto, entre los más candidateados. El inicio de mi sacerdocio, felizmente, coincidió así con el del pontificado del “Papa bueno”.

Primeros y desconcertantes encuentros

    El Colegio Pio Latinoamericano, de capital importancia para el catolicismo continental, fue fundado en Roma el 21 de noviembre de l858. Cuando el Papa Pío IX dio su bendición a ese seminario comenzó un instituto que en los cien años siguientes habría de fructificar en dos mil sacerdotes, entre los cuales siete cardenales y más de ciento sesenta obispos. En su sede se celebró en 1899 el Concilio Plenario de América Latina, de capital importancia para la evangelización del Continente, bajo el pontificado de León XIII.

    Fui alumno de dicho colegio desde septiembre 1952, cuando inicié estudios de filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana. Mi tiempo piolatino en su mayor parte transcurrió entonces bajo el pontificado de Pío XII, quien guiara a la Iglesia universal desde 1939; fueron años de reconstrucción postbélica y de consolidación democrática en la Europa occidental.

    La primera vez que vi a Pío XII fue en la en la Plaza de San Pedro, en la celebración del trigésimo aniversario de la fundación de la Unión de Hombres Católicos de Italia. Majestuosa solemnidad, que congregó una multitudinaria concentración católica entusiasta y disciplinadamente organizada, reunida en torno a un pontífice de imponente apariencia, gesto pausado y discurso denso y metódico. Firme adhesión y ferviente admiración se conjugaban en quienes participábamos en ese para mí primer encuentro con el Sucesor de Pedro. En forzado encierro dentro de totalitarismos circundantes y luego en marco de enfrentamientos desafiantes, Pío XII había abierto a la Iglesia una respetada presencia en ámbito internacional y un reconocido protagonismo en lo atinente a reconciliación y libertad, en un mundo que lamentablemente estaba pasando de un hirviente conflicto a una guerra fría.

    Con ocasión del primer centenario de nuestro Colegio, Juan XXIII recibió en audiencia -una de sus primerísimas- a todos cuantos formábamos la amplia familia piolatina. Tenía yo pocas semanas de ordenado presbítero y, por tanto, al encuentro con el nuevo pontífice acudía con una buena dosis de curiosidad y talante comparativo. Sería insincero si no confesase que de esa audiencia salí con no escaso desconcierto. Al fondo de la amplia sala vaticana se había sentado un Papa bien entrado en años, regordete, de movimientos descompasados y abundosa gestualidad. Sin papel en mano nos habló con fresca espontaneidad sobre varios temas pastorales que juzgaba útiles al ministerio sacerdotal, mezclando doctrina y experiencia. Confieso que quedó indeleble en mi memoria, para permanente y pedagógico recuerdo, esta sencilla advertencia del nuevo Pontífice: hay sacerdotes que se quejan de que no pocos hombres cuando van a celebraciones en la Iglesia, si acaso entran, permanecen recostados en las paredes; ahora bien, yo les pregunto a ustedes ¿Qué es mejor? ¿Qué se queden fuera o que al menos entren? Para un estudiante de teología, acostumbrado a las magistrales exposiciones doctrinales, leídas, de Pío XII, esa exposición espontánea y asistemática de Juan XXIII resultaba patentemente disonante.  Sólo en el decurso de los acontecimientos que se fueron desarrollando entendí por dónde iban las cosas y qué hondo sentido tenían aquellos recuerdos y espontaneidades pastorales.

    El discurso inicial del Concilio, anunciado en enero de 1959 e inaugurado en octubre de 1962, lo desarrolló el Papa precisamente en una línea de apertura, comprensión, creatividad, marcando el rumbo para una Iglesia en nuevos escenarios. En tan solemne oportunidad, refiriéndose a los errores de los seres humanos dijo:

Siempre la Iglesia se opuso a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que  remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos”.

    Del Papa Giovanni se cuentan muchas anécdotas -se non é vero y ben trovato, dicen los italianos como justificación de cualquier cuento-. Yo me restringiré sólo a una, porque vivida personalmente, por cierto en la ocasión de la imposición del capello a nuestro primer cardenal (16.1.1961) el arzobispo de Caracas José Humberto Quintero.  En la audiencia concedida a la comitiva que acompañó a éste en tal ocasión -en ella pude participar por encontrarme todavía en la Ciudad Eterna- el Papa tuvo la deferencia de saludar e intercambiar con los presentes. Al encontrarse con el grupo de aeromozas, luego de saludarlas cariñosamente se detuvo a contarles algunas experiencias de sustos experimentados en vuelos, lo cual fue para todos motivo sorpresivo de alegría y admiración. El Papa mostraba así que infalibilidades y competencias supremas no lo despojaban de su condición de miembro de la familia humana, en la cual estaba llamado a compartir con fresco afecto.  Ese gesto venía a ser como un símbolo del cambio eclesial en profundidad que se estaba abriendo paso.

En cambio epocal

    Después del Concilio Vaticano II (1962-1965) se suele hablar de dos tiempos de la Iglesia y no simplemente en sentido cronológico, sino en cuanto a actitud y significado de presencia: pre y postconciliar.  En cuanto a concilios universales se habían experimentado en los tiempos modernos dos saltos: el primero, de tres siglos, de Trento (1545-1563) al Vaticano I (1869-1870); el segundo, de un siglo, del Vaticano I al II. Objetivos conciliares:  de Trento fue enfrentar polémicamente al protestantismo, del Vaticano I encarar beligerantemente la modernidad. Característica del Vaticano II ha sido la de aggiornamento de la Iglesia en tiempos de cambio epocal. Sobre este escenario valgan algunas observaciones.

    Partamos de una comprobación de Perogrullo: la historia es cambio. Hay cambios, sin embargo, que por su magnitud y efectos reclaman una atención y un calificativo especiales. Bastante conocida es la interpretación de Alvin Toffler al hablar de tres grandes olas históricas [3]. 1955 podría considerarse como indicador significativo del emerger de la tercera ola -en medio de la cual nos encontramos- caracterizada por un gigantesco salto científico-tecnológico con su correspondiente metamorfosis cultural. Lo cierto es que se ha hecho común hablar de cambio epocal, introduciéndose este adjetivo para designar la presente circunstancia histórica, que no es ya simplemente de multiplicación y aceleración de cambios, sino de otra cosa, para la cual se ha recurrido al mencionado calificativo. No es del caso entrar aquí a ilustrar esta afirmación con la mención de algunos ejemplos de un vastísimo inventario. Bastaría decir que es sobre todo en los campos de la comunicación y de la vida donde se destaca lo novedoso. Como concesión humorística respecto de nuevas tecnologías cabría observar que ahora son los niños los instructores de los adultos el manejo de invenciones. Con respecto a la comprobación y calificación del cambio contemporáneo, el Vaticano II dejó estampado lo siguiente en la Constitución Gaudium et Spes:

El género humano se halla en un nuevo período de su historia, caracterizado por cambio profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero (…) se puede ya hablar de una verdadera metamorfosis (vera transformatione) social y cultural, que redunda también en la vida religiosa (GS 4).

    Por cierto que el primer documento conciliar aprobado y promulgado -junto al de la liturgia (4-12.1963), fue sobre la comunicación social y tiene por cierto, como título y primeras palabras, Inter Mirifica (Entre los maravillosos) seguidos por los vocablos “inventos de la técnica”, que abren el texto de dicho decreto (IM 1) ¡Ciertamente los padres conciliares que lo aprobaron no se imaginaban que sus sucesores podrían comunicarse en sus asambleas con videos, celulares y artefactos del género! Apenas tres años después de terminado el Concilio, la revolución del terrible `68 fue indicador de la magnitud de la sorprendente metamorfosis.

     Es comprensible que en épocas tan agitadas como la postconciliar las actitudes y posiciones no registren siempre la configuración y la mesura necesarias o convenientes. Además, en el procedimiento humano la cizaña suele mezclarse con el trigo. El necesario aggiornamento se produce en coordenadas no siempre fáciles de establecer o manejar en tiempos turbulentos. Resulta así no razonable o justo achacarle al Vaticano II desviaciones y subproductos al margen de la renovación programada y deseada. Una pregunta, con todo, puede ayudarnos a configurar una respuesta sensata ¿Qué hubiera sido de la Iglesia si no se hubiese reunido el Vaticano II para responder a los desafíos planteados a la comunidad eclesial con el cambio epocal? Como ayuda a una respuesta se podría recordar lo sucedido a la armada napoleónica, desprovista de la motivación, indumentaria e implementos necesarios, ante la organizada y furiosa contraofensiva del ejército ruso y de su implacable aliado, el fantasmal invierno.

    Cabe añadir que el cambio epocal no ha concluido, ni que el obligante aggiornamento eclesial, impulsado por Juan XXIII y concretado por el Vaticano II, pueden considerarse concluidos. A los desafíos conocidos se están agregando otros como el de una instrumentalizada globalización, una envolvente inteligencia artificial e ideologías desestructuradoras de lo humano. Queda un largo y exigente camino por andar, en una historia que estará, por lo demás, abriendo siempre nuevos capítulos. Traditio y creatio son dos tareas irrenunciables, que el Pueblo de Dios ha de acometer, con fidelidad e inventiva, en su peregrinar, hasta que el Señor regrese.

Bajo el impulso del Espíritu

    El Diario del alma [4] permite adentrarnos en la intimidad espiritual del Papa Roncalli, para identificar la raíz profunda de su itinerario existencial y dentro de éste descubrir el hondo y sólido fundamento de su amable y atrayente personalidad. Su sencillez y espontaneidad, el condimento humorístico de su comunicación, la generosa escucha y la disposición  dialogal,  su apertura servicial,  no eran comportamientos ligeros y epidérmicos de su personalidad, sino que tenían un sólido fundamento teologal y manifestaban una contextura y constancia permanentes de espiritualidad conseguidas a través de un ejercicio continuo de disciplina, austeridad y entrega, que expresaban y secundaban diligentemente la gracia de Dios que copiosamente lo acompañaba. No era casual o sorpresivo en él lo que se había conquistado mediante una meditación y sacrificio permanentes.  Volaba alto porque se sumergía bien hondo. El reconocimiento oficial de su santidad por la Iglesia al proponerlo a la veneración y el culto públicos son definitivamente dicientes al respecto.

     Desde su adolescencia seminarística (1895) hasta su ocaso vaticano preparando el Concilio (1962), el referido Diario va detallando pasos de su peregrinaje espiritual, que reflejan una oblación total a Dios, una imitación radical de Cristo y una disponibilidad entera al Espíritu Santo, que se expresaban también en una sencilla filiación mariana y un servicio sin reservas al prójimo y a la Iglesia. Su robusta espiritualidad, en medio de cambiantes lugares y misiones de diversa fisonomía religiosa y cultural, seguía un ritmo ordenado y sistemático, en permanente revisión. Sus ejercicios espirituales, individuales o comunitarios, regularmente realizados, conformaban conjuntos de días propicios para profundizar, revisar y programar su vida en relación con Dios y con el prójimo.   

    De particular significación en tal sentido son los apuntes hechos en su retiro espiritual en Castel Gandolfo, en tiempo preparatorio del Concilio, del lunes 10 al sábado 15 de septiembre de 1962. Al final compendia grandes gracias recibidas, que por su peculiar significación recogemos aquí:

 PRIMERA GRACIA. Aceptar con sencillez el honor y el peso del pontificado, con la alegría de poder decir que no hizo nada para provocarlo, absolutamente nada (…) SEGUNDA GRACIA. Hacerme aparecer como sencillas y de inmediata ejecución algunas ideas nada complejas, sino sencillísimas, pero de vasto alcance y responsabilidad frente al porvenir, y con éxito inmediato (…). Sin haber pensado antes en ello, sacar a relucir en un primer diálogo con mi Secretario de Estado, el 20 de enero de l959, las palabras Concilio Ecuménico, Sínodo diocesano, revisión del Código de Derecho Canónico, en contra de toda suposición o imaginación mía en este punto. El primer sorprendido de esta propuesta mía fui yo mismo, sin que nadie me hiciera indicación al respecto. Y decir que todo me pareció tan natural en su inmediato y continuo desarrollo. Después de tres años de preparación, laboriosa ciertamente, pero también feliz y tranquila, aquí estoy ya a los pies de la santa montaña. Que el Señor me sostenga para llevar todo a buen término”[5]

Esta interpretación del lanzamiento de un Concilio la recogió el Papa en su discurso inaugural del acontecimiento, cuando habló de un “toque inesperado, un haz de luz de lo alto”. Idea que manifestaba una iniciativa del Espíritu Santo, fuente primera de vida y renovación del Pueblo de Dios (DI 7).

    En ese mismo discurso Juan XXIII explica los aspectos fundamentales de lo que aspira sea el estilo (aire) y la finalidad (horizonte) del Concilio. Disiente de los “profetas de calamidades” para subrayar la acción de la Providencia en la historia presente; junto a la fidelidad al “sagrado depósito de la doctrina cristiana”, invita a “mirar al presente” y las “nuevas rutas” apostólicas que se abren; no actuar de modo repetitivo y condenatorio en la exposición de la doctrina, sino en forma renovada, misericordiosa, positiva; expresa a propósito de diversos temas lo que se sintetizaría comúnmente con el término aggiornamento. Recalca, ya para concluir, que el Concilio debe promover la unidad de la familia cristiana y humana. A más de medio siglo de distancia se evidencia, una invitación pontificia a un cambio de actitud eclesial con respecto a la modernidad, sin caer en el irenismo.

  Hacia la unidad 

    La preocupación por la unidad en sus dos vertientes, la ecuménica (intracristiana) y la general (interreligiosa y humana abierta) fue expresamente planteada por el Papa Roncalli en su discurso de apertura conciliar.

A.      Unidad de la familia cristiana:

La Iglesia católica estima, por tanto, como un deber suyo el trabajar denodadamente a fin de que se realice el gran misterio de aquella unidad, que Jesucristo invocó con ardiente plegaria al Padre celeste en la inminencia de su sacrificio (DI 17).

    Sobre la unidad intracristiana en 1960 constituyó el Secretariado para la unión de los cristianos; y el Concilio produjo el Decreto Unitatis Redintegratio sobre el ecumenismo. Con éste se conjuga bien la Declaración Nostra Aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Muy significativo es lo que ese decreto afirma en su proemio: “Promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los principales propósitos del Concilio Ecuménico Vaticano II” (UR 1). Vale la pena agregar que significativa en dicho sínodo fue la participación activa de otros organismos cristianos como observadores.

B.       Unidad del género humano:

(El Concilio ecuménico Vaticano II) mientras agrupa las mejores energías de la Iglesia y se esfuerza en hacer que los hombres acojan con mayor solicitud el anuncio de la salvación, prepara y consolida ese camino hacia la unidad del género humano, que constituye el fundamento necesario para que la ciudad terrena se organice a semejanza de la ciudad celeste, en la que, según San Agustín, reina la verdad, dicta a ley la caridad y cuyas fronteras son la eternidad (DI 18).

Este tema de la unidad humana lo desarrolla con amplitud la Gaudium et Spes especialmente en su capítulo II en el que afirma: “Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos” (GS 24).

    Documento central y eje del Vaticano es la constitución Lumen Gentium -documento íntimamente asociada con la Gaudium et Spes-, la cual tiene un número clave en esta materia y es justo el primero. En él la Iglesia se define en sentido unificante como signo e instrumento, en Cristo, de la unidad humano-divina e interhumana, la cual constituye el sentido del plan divino creativo-salvífico. Fuente y razón de esta unidad es Dios Unitrino, comunión divina trinitaria (ver LG 4). Aquí encontramos la razón y el fundamento de la línea teológico pastoral de comunión, o sea el eje articulador doctrinal y práctico cristiano, formulada (descubierta) por la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla (1979) y asumida posteriormente para el Concilio Plenario de Venezuela (2000-2006), como lo declaró previamente el Episcopado nacional, el cual agregó algo muy importante como fue la definición de lo que es una línea teológico-pastoral [6].

    Resulta así que Dios comunión, crea y salva por la comunión en y por Cristo y, unida a él, la Iglesia como sacramento; ello explica el sentido de la evangelización y la substancia del mandamiento máximo, así como la índole y telos del conjunto de lo real. En ese marco se entiende la direccionalidad de la historia querida por Dios y la fisonomía de lo definitivo.

En paz hacia la unidad

    Dos obras podrían considerarse como estelares en el pontificado del Papa Roncalli: sus ocho grandes encíclicas y el XXI Concilio Ecuménico. De aquéllas sobresalen la Mater et Magistra sobre el reciente desarrollo de la cuestión social a la luz de la doctrina cristiana (15 de mayo 1961, en el 70º aniversario de la Rerum Novarum), y, particularmente, la Pacem in Terris sobre la paz entre todos los pueblos, que ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad (11 de abril, Jueves Santo 1963). Ambas recogen, como es costumbre, enseñanzas anteriores de la Iglesia en la materia, buscando actualizarlas en nuevos contextos Sobre la última valgan aquí algunos comentarios.

    Juan XXIII entregó a la Iglesia y al mundo la Pacem in Terris poco antes de su muerte el 3 de junio de 1963. Un bello regalo-recuerdo de despedida. El destinatario fue -algo novedoso- junto al acostumbrado y jerarquizado conjunto eclesial, “y a todos los hombres de buena voluntad”. La Pacem in Terris, ahondando en la reflexión de Mater et Magistra refleja un nuevo aire y ángulo de orientación, que responde a una nueva interpretación de la relación Iglesia-mundo, como la dibujó la Gaudium et Spes, ya desde su proemio mismo. La Iglesia no se interpreta frente o al lado del mundo, sino al interior del mismo y a su servicio, en compartir y solidaridad, continuando “bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido” (GS 3). Una actitud que corresponde a la autoidentificación sacramental unificante de Lumen Gentium (No. 1). Podría decirse que se actúa un giro copernicano en autocomprensión:  de un eclesiocetrismo a un “antropocentrismo”, de una actitud autoritativa a otro dialogal, servicial. No se diluye la misión evangelizadora, pero se la reinterpreta sacramentalmente, en apertura a pueblos, culturas, religiones. Se reconoce a Dios como fundamento, fin y garantía del ordenamiento humano, en el cual se destaca la dignidad humana, la índole natural de los derechos-deberes humanos y el horizonte del bien común; se pone atención a la interdependencia e interrelación de los estados y al establecimiento de una comunidad internacional. Son razones por las cuales la Pacem in Terris fue un documento papal que, como nunca antes, tuvo un excepcional eco en instituciones internacionales.

      La vida y actuación del Papa buono y la fuerte emoción de cariño, admiración y agradecimiento que produjo a nivel universal, es consecuencia de la novedad que él existencialmente introdujo en la Iglesia y en el mundo.

Conclusión

    Elegido Sucesor de Pedro a los 77 años se podía pensar en él como un papa de transición, pero resultó ser en cinco años un arriesgado y apropiado timonel en el mar revuelto del cambio epocal, con una brújula enderezada al aggiornamento eclesial y abriendo ventanas a nuevos aires de paz universal. 

    Fue el Papa escogido por el Espíritu Santo para relanzar la Iglesia con nuevos bríos hacia nuevos horizontes de humanidad, enfrentando inéditos y serios desafíos, con alma de explorador y pionero.

    El “Papa bueno” rebosaba de amabilidad y espontaneidad, que no eran expresión de una simple disposición caracterológica, sino, en mayor hondura, fruto de una espiritualidad profunda y sistemáticamente labrada en seria disciplina y abonada conciencia. En él la auctoritas se entretejía con la benevolentia en un conjunto de pastor bonus.

    El Vaticano II fue su privilegiado legado, que entregó para ser concluido y entrar en una praxis de renovación eclesial con patentes frutos positivos. Éstos continúan desarrollándose, aunque acompañados también -nada extraño en lo histórico humano- de radicalizaciones y extralimitaciones, “no precisamente por, sino a pesar de”.

    A Juan XXIII, que Dios envió a su Iglesia en el momento justo, lo veneramos como santo. Para nuestra Academia es motivo de alegría, honor y animación, contar con un sillón a su nombre.

 

Caracas, 12 de junio de 2024



[1] Ovidio Pérez Morales, Ediciones Paulinas 1990.

[2] Publicada originalmente en el Suplemento cultura del diario Últimas Noticias, Caracas, 29-4-79.

[3] Alvin Toffler, La tercera ola, Barcelona, Plaza & Janes, S. A., 1980.

[4] Ediciones Cristiandad, Madrid 1964.

[5] Ibid. 406 y sig.

[6] CONFERENCIA EPISCOPAL VENEZOLANA, Carta Pastoral Colectiva Con Cristo hacia la comunión y la solidaridad, 10 enero 2000.La definición es: “la noción o categoría, interpretativa y valorativa, que constituye el principio o eje unificador de lo que teológicamente se afirma y pastoralmente se propone” (18).