1. Urgencia
del llamado
Bajo
el título “!Presidente, vuelva al Cabildo!” dirigí un llamado al entonces
Primer Mandatario Hugo Chávez Frías, con
ocasión del Bicentenario del 19 de Abril. El contenido fundamental de esa carta
pública era una invitación-reclamo de asumir su responsabilidad presidencial de
impulsar, perentoria y decididamente, una vuelta, según la Constitución, a la
unidad de la Patria seriamente fracturada, asumiendo el pluralismo
político-ideológico y cultural de nuestro pueblo.
El
llamado lo hacía como cristiano, teniendo presente la exigencia del Señor
Jesucristo en la Última Cena respecto de la unión y lo subrayado por Simón
Bolívar en su postrer mensaje en línea
semejante, como condición de solidez y progreso de nuestros pueblos.
A un
año del fallecimiento del Presidente
Chávez, aquel llamado, caído entonces en el vacío, cobra hoy mayor urgencia,
dado el ahondamiento del deterioro material e institucional de la nación en los
más diversos aspectos y, sobre todo, el agravamiento de la división entre los
hijos de nuestro pueblo, que se está
manifestando trágicamente con la sangre de muchos , muertos y heridos,
especialmente jóvenes, derramada en las calles como fruto de la violencia, la represión y la impunidad
políticas culpables..
Como
persona humana, venezolano, creyente y obispo me veo en la obligación moral,
junto a muchos que creemos en la primacía del espíritu sobre la fuerza bruta,
de clamar, ojalá que no en el desierto: ¡Ya basta! ¿Nos vamos a devorar
fratricidamente olvidando que fuimos creados por Dios para vivir como hermanos
en una casa común? ¿Echaremos por tierra un país construido con tantos
esfuerzos, sudores, risas y lágrimas? ¿Hemos olvidado lo (que) proclamamos en
nuestro himno nacional de que “la fuerza es la unión? Y pudiera agregar: ¿No
debemos avergonzarnos como pueblo que el
Bicentenario de nuestra Independencia nos encuentre enfrentados en el propio
hogar, en vez de consolidar la nación en respeto y reconocimiento mutuo, en
solidaridad y paz?
2. Sentido
de mi invitación
Al
dirigirle este llamado no me mueve otra intención y finalidad, sino el bien de
nuestro pueblo multicolor, el bien común de nuestros compatriotas. Obviamente
entro de modo inevitable y necesario en el campo de la política, por cuanto
siendo seres sociales, conscientes y libres,
ésta toca el bien-ser y el bien-estar de la polis, de la convivencia
social, de los cuales no puede desentenderse en modo alguno nadie y menos, si
cabe, el cristiano junto con su Iglesia.
Lejos
de mí, por tanto, y lo expreso con plena conciencia, cualquier motivación político-ideológico-partidista, en
el sentido de favorecer un grupo determinado o un interés parcial y subalterno.
Aún menos me mueve un deseo egoísta como
pudiera ser la búsqueda de poder, tener, aparecer o cosas por el estilo. No
presumo de purismo; creo con serena y
humilde convicción que en esta etapa de mi vida lo que me debe preocupar,
delante de Dios y de mi conciencia, es aprovechar el tiempo que todavía me conceda la Providencia, para hacer
el mayor bien posible al prójimo que ese Dios-Amor me asigna como compañía en
mi peregrinar terreno.
En
consecuencia, las observaciones, en general críticas, léase, de
discernimiento, que me siento obligado a
expresar, deben entenderse como corrección y servicio fraternos, a los cuales
uno mi oración al Dios Uno y Trino , quien nos quiere, escruta nuestros
corazones y orienta nuestras acciones.
3. Convicción
democrática
Hay
algo que deseo subrayar ante todo y es
mi firme convicción de que una sociedad, toda
convivencia humana, si pretende
ser tal, no puede menos que estar abierta a la diversidad de lo radicalmente
singular, al pluralismo de opiniones y posiciones en los más diversos campos,
político, ideológico, religioso, cultural en general, para, desde ahí,
construir verdadera unidad y esperanza de comunidad. Ese abanico es reflejo de
la dignidad y los derechos de la persona, y de la trascendencia de su vocación
de libertad en cuanto tal. La Declaración Universal de los Derechos Humanos es
clara en ese sentido. La humanidad ha sufrido ya bastante por los
fundamentalismos del más diverso género, que plantean exclusiones, apartheids y
discriminaciones entre los seres humanos. Frente a ellos es preciso resaltar la
“Regla de oro” moral de las grandes religiones, la cual en sentido negativo
dice: “No hagas a los otros lo que no te gusta que te hagan a ti” y en sentido
positivo recomienda: “Haz a los otros lo que
quisieras que te hagan a ti”.
Este
pluralismo, premisa y exigencia básica de la genuina democracia, figura con
nitidez como principio fundamental en
nuestra Carta Magna: “Venezuela se constituye en un Estado democrático y
social de Derecho y de Justicia, que propugna como valores superiores de su
ordenamiento jurídico y de su actuación, la vida, la libertad, la justicia, la
igualdad, la solidaridad, la democracia, la responsabilidad social y en
general, la preeminencia de los derechos humanos, la ética y el pluralismo
político”(Art.2).
4.
El problema
Hay algo que, como una gran mayoría de
compatriotas, he percibido y discernido
con creciente y punzante claridad y
apremio en estos últimos tiempos, y es lo siguiente: hay en el país problemas,
muchos graves y acuciantes, pero hay uno
que emerge como “el problema”, por su carácter generador, por ser raíz y causa
de muchos otros, vitales y cotidianos, que están haciendo sufrir a los
venezolanos, como la inseguridad y la
impunidad; el desabastecimiento y la inflación; la dolorosa división en
vecindarios, comunidades, ámbitos de trabajo y estudio; los enfrentamientos
violentos; el éxodo o la separación de familias. Problemas hemos tenido siempre y los hemos heredado de
gobiernos o regímenes anteriores, pero no se puede ocultar que algunos se han agravado exponencialmente y
otros nuevos han surgido como efectos de “el problema” al que me referiré a
continuación, el cual ha reducido, cuando no
neutralizado y hasta eclipsado, los
logros positivos de la gestión gubernamental, central, estadal y
municipal, en diversos campos a partir
de 1999.
“El
problema” principal, pues, al que se enfrenta
el país y está radicalizando
dramáticamente tanto los problemas
heredados como los emergentes, es
uno en su esencia, pero dual en su estructuración. En efecto, por un lado, se trata de
la decisión de imponer institucionalmente a la nación el denominado
“Plan de la Patria”, que concreta el así llamado “Socialismo del Siglo XXI”; un
Socialismo que – no debemos olvidarlo - se propuso como reforma de la
Constitución, fue rechazado en el referendo de 2007 y que, sin embargo, se
viene poniendo en práctica desde entonces por otras vías. Por el otro lado,
existencialmente, está la convicción de
poseer en exclusiva, tanto la clave de interpretación de la realidad, la
historia y la sociedad, y de la persona
en ellas, como el proyecto y modelo ideales de
las mismas e, igualmente, el
método eficaz para alcanzar dichos fines.
La
Conferencia Episcopal Venezolana, con ocasión de dicho referendo, dio su juicio
al respecto en su Exhortación Llamados a vivir en libertad del 19 de octubre de 2007:
-la proposición de un Estado socialista es contraria a los principios fundamentales
de la actual Constitución, y a una recta
concepción de la persona y del Estado (…).
-por cuanto el proyecto de Reforma vulnera
los derechos fundamentales del sistema democrático y de la persona, poniendo en
peligro la libertad y la convivencia social, la consideramos moralmente
inaceptable (el subrayado es nuestro) a la luz de la Doctrina Social de la
Iglesia.
El
Episcopado ha ratificado esta posición en su Asamblea de enero pasado al
referirse al “Plan de la Patria” y, concretamente, al segundo objetivo
histórico del mismo, que es “continuar construyendo el socialismo bolivariano
del siglo XXI”. Los Obispos explicitan que dicho objetivo “está al margen de la
Constitución de la República Bolivariana de Venezuela” y citan al respecto
lo establecido en el artículo segundo, señalado anteriormente.
Hay
que destacar que el socialismo del que aquí se trata no es uno cualquiera, sino
el que se maneja oficialmente en concreto, en la línea marxista-leninista, con
una referencia muy específica, idealizada y benévola, al vecino modelo cubano. No se tiene en
cuenta, por cierto, su aleccionadora historia concreta de implantación y
posterior desaparición como “socialismo real”, particularmente en Europa. Un
socialismo que, en realidad, histórica y
paradójicamente, no constituye un verdadero socialismo – el cual, en fidelidad
al término, evoca descentralización del poder, compartir y pluralismo sociales-
sino un Estatismo de extrema concentración y radicalidad. Se da así una patente
contradicción: teóricamente se postula una desaparición del Estado, pero en la
práctica se lo amplía y robustece en sentido totalitario. Además, el
protagonismo que debería residir en las masas populares, en realidad
lo ejerce en exclusiva una “vanguardia ilustrada”.
El
gobernante -persona o grupo- que busca imponer a la nación este socialismo tipo
SXXI, automáticamente se coloca fuera y contra la Constitución. Se ilegitima,
por consiguiente, cualquiera que hubiese podido ser el origen jurídico de su
mandato. La Constitución es clara
igualmente (por ejemplo en el Art. 333) al hablar de la conducta de los
ciudadanos cuando se rompe con ella. Por otra parte, en perspectiva ética, la
calificación de “moralmente
inaceptable”, conlleva, en sana doctrina católica, un juicio acerca de la
negación o amplia insuficiencia de realización del Bien Común social. Este se
define, clásicamente, por su referencia a la existencia y seguridad de los
miembros de una sociedad, a la vigencia de un orden de derecho y justicia en la
misma, y al compartir unos ideales y valores que fundamenten la vida y obrar en
común. Ante tal juicio la persona y la comunidad no pueden ni deben declararse neutras o pasivas. Estamos,
por tanto, en una encrucijada muy grave de la nación, por lo que es preciso actuar con la mayor lucidez y
responsabilidad, pues más allá de la legitimidad de hecho, cuestiona la de
derecho e impugna la de valor.
5. Los problemas
Este
Socialismo, apellidado del Siglo XXI,
“Bolivariano” y de otros modos, no sólo ha fracasado históricamente , sino que
su progresiva introducción inconstitucional y subrepticia en Venezuela, como lo
hemos expresado más arriba, ha chocado y choca con un muy amplio y decidido
rechazo de la población, y está agravando o generando muy diversos problemas en
el orden social (violencia desatada, inseguridad, división de nuestro pueblo,
polarización y enfrentamientos, crisis de la salud); económico (inflación, baja
de la producción por el acoso a la propiedad no oficial, desabastecimiento,
creciente dependencia de las importaciones); político (extinción real de
la especificidad y complementariedad de
poderes, ahogo del pluralismo y creciente represión; amenazas permanentes,
alineamientos y alianzas internacionales “sui generis”); ético ( perversión del
sentido de la justicia y de la legalidad, ejemplarizado en el sistema
carcelario; vigencia de la “doble verdad y la doble moral”, insensibilidad e
irrespeto por el Bien Común); cultural (control
hegemónico de los MCS, sustitución de la realidad por la imagen y las estadísticas, pensamiento único
educativo, restricción de la libertad artística, intentos de revisión y
reescritura de la historia); espiritual (ideológica devaluación de la palabra
pública y descalificación del testimonio ajeno,
relativización del valor y aprecio de la vida, banalización
mistificadora de lo religioso). Ligado a esto se profundiza y crece la
corrupción, entre otras causas, por la ausencia de autonomía de los poderes
contralor y judicial.
Estos
problemas los sufre la población sin distingo de colores políticos. Producen un
malestar y una incertidumbre colectivos, que impiden una marcha pacífica, solidaria, productiva del país. Un
clima tal de permanente crispación no favorece la educación escolar, el trabajo
sostenido, el tejido amistoso ciudadano, la salud mental de personas, familias
y grupos sociales.
En
sana lógica, la solución de estos problemas depende primordialmente de la que
se dé al problema principal. Marginar la
imposición del socialismo permitirá un reencuentro nacional, que estimulará,
sin duda alguna, conjugar esfuerzos para atacar los problemas arriba
mencionados y otros que afectan seriamente a la población. Entonces se
promoverán, en concreto, la producción y
la iniciativa de los particulares en muchas direcciones como efecto del clima
de confianza y de seguridad jurídica, así como del cese de las estatizaciones y
de la proliferación de controles; se enfrentará de modo efectivo la inseguridad
mediante un funcionamiento genuino y mancomunado de la educación, la acción
policial, la justicia penal y la realidad carcelaria; se mejorarán los
servicios públicos como efecto de la despartidización de la administración y la
incorporación de cuadros preparados y eficientes; se elevará el nivel de la
educación, liberándola de cargas político-ideológicas, que marginan talentos,
empobrecen contenidos y bajan la calidad pedagógica; se ampliará la información,
la formación y el desarrollo de potencialidades del pueblo con una genuina
libertad de la comunicación social. Por último y no como último, se impulsará
una cultura de la solidaridad y de la paz, que propiciará superar el enfrentamiento y la mutua marginación
producidos o reforzados tanto por la
exclusión heredada como por una nueva
ideología del conflicto. .
Con
un país ampliamente fracturado y para no pocos al borde de la ruptura, no se
puede pensar en verdadero progreso nacional, pues las energías se consumen negativamente en divisiones
fratricidas y en la subordinación de lo conveniente a lo ideológico. Al final
de su vida y con base en la experiencia de los primeros años
republicanos el Libertador percibió agudamente los efectos tanto negativos de
la división como positivos de la unidad de la convivencia. ¿Se podría evocar
aquí la reflexión sobre las causas de la
guerra civil hecha años más tarde por un pensador español: todos intuían que
estaban al borde del abismo,
prácticamente nadie hizo nada eficaz para evitar caer en él?
6.
Hacia una solución
Un
país no puede, en efecto, caminar
partido por la mitad. Jesús, el Señor, advirtió: “Todo reino dividido contra sí
mismo queda asolado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no podrá
subsistir (Mt 12, 25). Resulta apropiada aquí una expresión que se suele
utilizar en situaciones de crisis: “O nos unimos o nos hundimos”.
Se
viene hablando de paz y de diálogo, con
respecto a los cuales están en curso algunas iniciativas a nivel presidencial.
Desde la Conferencia Episcopal Venezolana se ha insistido bastante al respecto.
La paz, lo mismo que la reconciliación, para ser verdadera, durable,
integral, supone ausencia de violencia,
coacción y amenazas, pero, positivamente y más de fondo, voluntad efectiva de
justicia y solidaridad, promoción libre del bien, vida en la verdad y la
autenticidad, esperanza eficaz de unidad en la diversidad.
El
diálogo, por su parte, es bastante
exigente. No se le puede imponer, pero sí tiene intrínsecamente condiciones y
so pena de idealismo o intento de manipulación, posee también condicionantes, porque supone actitud
previa de reconocimiento mutuo, aceptación de una común racionalidad, aspiración a consensos sobre situaciones y
temas específicos, disponibilidad a
ofrecer gestos, tanto más necesarios y valorados cuanto mayor es la
responsabilidad por la investidura que se ejerce. En concreto, el diálogo implica encuentro, clima de respeto,
comprensión y aprecio, que permita valorar posiciones y lograr puntos de
progreso compartido, pues al no haber enemigos, sino a lo sumo adversarios, hay
elementos comunes de base y destino.
Estimo,
por tanto, que condición indispensable (conditio sine qua non) para el diálogo
auténtico y la verdadera paz en nuestro país,
es la renuncia, de parte de sector oficial, a la pretensión de imponer
el Socialismo tal como lo entiende y ha
venido aplicando, y el cual, como lo ha declarado el Episcopado venezolano, no
sólo va contra la Constitución, sino igualmente contra principios morales
fundamentales. Esa pretensión, repito serena pero diáfanamente, cuestiona
la legitimidad de ejercicio o desempeño del Gobierno y de su relacionamiento con los otros poderes del
Estado y, más importante aún, con el conjunto de los venezolanos, encarnación
primera y última de la soberanía; por ello, dicha pretensión plantea en
conciencia el firme retiro o rechazo del reconocimiento de valor por parte de
la ciudadanía. Algo muy delicado que no se resuelve con procedimientos
coactivos y abre alternativas muy graves para la nación.
Con
relación a lo anterior, he venido proponiendo, como una vía posible de
solución, o más ampliamente aún, de respuesta
al actual drama nacional, la formación de un gobierno de transición, que
abra paso a una gobernabilidad sólida y
estable a través de los mecanismos que
posibilita la Carta Fundamental. No es de mi competencia, por supuesto, entrar
en mayores especificaciones al respecto, pero sí diría que lo de transición
consistiría, en una primera instancia, en
asumir como referencia insoslayable los resultados de las últimas elecciones
presidenciales, con vistas a formar un Gobierno de Integración, que no sería
exagerado calificar de unión o de
emergencia o incluso de salvación
nacional, para caracterizar tanto su urgencia como su significación e
importancia. No se trataría entonces de un quitar a unos para poner a otros,
sino de tejer una conducción del país, que siendo ella misma fruto de una voluntad de reencuentro, se haga signo y produzca más y mejor
encuentro y reconocimiento. Hay experiencias ajenas de concertación, que
estimulan al respecto: la historia enseña, cómo
se han producido impensables acontecimientos de reunión, de unión, sin pagar el precio de
catástrofes e inundaciones de sangre que se habían “profetizado” (ejemplo concreto: la
reunificación de Alemania a raíz de la caída del Muro de Berlín).
Parece
obvio que para llegar a una tal integración
es indispensable un diálogo serio
de parte suya y del sector oficial con la Mesa de la Unidad y con
representantes calificados tanto de la sociedad civil organizada como de
Instituciones básicas representativas de la vida nacional, para lo cual estimo
que la Conferencia Episcopal Venezolana estaría dispuesta, si se le solicita
consensualmente, a prestar un servicio
de facilitación.
7. Interpelación del Bicentenario
La
celebración del Bicentenario de la Independencia nos interpela a los
venezolanos de la hora presente a recoger responsable y proactivamente la
herencia de una Patria soberana, libre de injerencias y dependencias externas,
pero ante todo, por ejercicio de la primera soberanía, la de las personas como
sujetos y la del pueblo como protagonista. Bastante sangre se derramó entonces
para lograrla y no poca, especialmente joven, se ha derramado en estos últimos
meses y días, interpretando servirla. Por encima y más allá de toda
interpretación parcial creo un deber moral lanzar un grito de llamado a la
conversión intelectual, moral y
espiritual a la presente generación de compatriotas: ¡Ya basta de sangre
fratricida! ¡Ya basta de autodestrucción nacional! ¡No podemos seguir
convirtiendo la casa común recibida de Dios en una jaula de fieras! ¿Tendremos
que sufrir aún más y avergonzarnos de dilapidar la valiosa herencia recibida de
nuestros próceres?
Todos
hemos de convertirnos, pues, a la unión
fraterna a la que Dios nos convoca, Simón Bolívar nos lo reclama y un
mínimo instinto de supervivencia
nacional nos lo exige. Unión que
significa no la eliminación de nuestras diferencias ni el desconocimiento de
ciertas incompatibilidades en los
principios, pero sí la aceptación tolerante de algunos compromisos razonables y
prudentes en vez del “todo o nada” pretensioso y destructivo, así como la conjunción de fines en aras del bien
común de todos los venezolanos y de cuantos comparten la suerte de este país.
Ciudadano
Presidente, Ud. tiene hoy la primera responsabilidad histórica de procurar esa unión de los venezolanos. Una
responsabilidad ante nuestro pueblo,
ante Usted mismo y ante Dios.
A
este llamado con “temor y temblor” como expreso San Pablo, uno mi oración,
convencido ante todo, como dice el Salmo 127: que “Si Dios no construye la
casa, en vano se afanan los constructores; si Dios no guarda la ciudad, en vano
vigila la guardia”.
Caracas, 19 de marzo de 2014.
Ramón Ovidio
Pérez Morales
Arzobispo-Obispo
Emérito de Los Teques