sábado, 19 de mayo de 2012
12.1.12
RENOVACION DE LA IGLESIA
Ovidio Pérez Morales
Cuando se habla de renovación de la Iglesia en el mundo contemporáneo, ella puede sintetizarse en un acontecimiento: el Concilio Vaticano II, XXI Concilio Ecuménico. Éste recogió, maduró y lanzó ulteriormente el aggiornamento o puesta al día de la Iglesia, en tiempos en que en el mundo se abría paso un cambio, que por su profundidad y alcance, suele denominarse cambio epocal .
El 11 de octubre del presente año celebraremos el quincuagésimo aniversario de tan magno acontecimiento. Con esta ocasión el Papa Benedicto ha declarado un Año de la Fe (11. 10 2012-14. 11- 2013), y ha convocado la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (Roma, del 7 al 28-10-2012), sobre el tema La Nueva Evangelización para la transmisión de la fe cristiana.
Como todo concilio, el Vaticano II fue una reunión del episcopado universal de la Iglesia católica. Su peculiaridad reside en identificarse como un concilio de la Iglesia sobre la Iglesia, su naturaleza y misión, su se y quehacer. En él, en efecto, pregunta básica fue la siguiente: ¿Iglesia, qué dices de ti misma?
El documento eje del Vaticano II es la Constitución sobre la Iglesia (Lumen Gentium). Justo en su primer número ofrece una definición o autocomprensión de la comunidad eclesial, en términos de comunión, de compartir: la Iglesia es, en Cristo, signo e instrumento de la unidad de los seres humanos con Dios y entre sí mismos.
Esta definición manifiesta el designio de Dios al crear y salvar al hombre: la unión humano-divina e interhumana. Noción que suena extraña en un mundo históricamente caracterizado por divisiones y enfrentamientos, pero también alentadora en una humanidad hambrienta siempre de paz y fraternidad.
Esa concepción de Iglesia refleja el Dios revelado por Cristo, que no es aislamiento o soledad individual, sino interrelación personal, comunión, Trinidad. El Dios Único se manifiesta así como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En este contexto se entiende entonces cómo el mandamiento máximo de Jesús sea el amor, dinamismo que produce solidaridad, edifica unidad. Y cómo lo que quiere Dios de los creyentes es encuentro con él y fraternidad. Esto cual tiene profundas e inmediatas consecuencias en cuando a lo que se debe entender como genuina religión y ética humanizante y trascendente.
La Iglesia no se define como entidad referida a sí misma sino en perspectiva servicial, respecto del plan divino unificante, creador y salvador, para cuya proclamación y realización Dios ha enviado a su Hijo al mundo. Aquí se percibe entonces la íntima relación Iglesia-mundo y cómo aquélla, comunidad histórica, corre la suerte de la humanidad, compartiendo sus alegrías y tristezas, logros y frustraciones, problemas y esperanzas.
Con el Vaticano II el diálogo ecuménico e interreligioso recibió carta de ciudadanía en la Iglesia. Igualmente generó actitud distinta hacia el quehacer humano (social, político, económico, cultural) en términos de compromiso hacia un auténtico humanismo. Es así como se dio una reconciliación con la modernidad y una disposición de apertura y corresponsabilidad hacia todos los seres humanos en su laborioso devenir histórico.
El Concilio convocado por el profeta Juan XXIII, Papa y Beato, reformuló la Iglesia como Pueblo de Dios, todo él protagonista de la misión evangelizadora encomendada por Cristo a su Iglesia. De allí se deriva el papel activo de los laicos en la Iglesia y su participación no sólo en tareas internas eclesiales, sino en algo que, por lo demás, le es propio, a saber, su tarea transformadora de la cultura (lo secular, lo temporal) en la línea de los valores humanos y cristianos del Evangelio.
Muchos frutos se han recogido de la renovación impulsada por el Vaticano II. Sin embargo, la celebración de sus cincuenta años no podrá quedarse en simple memoria o protocolar conmemoración. La renovación se inició, pero no está “dada”, es proceso que debe continuar. El “espíritu” del Vaticano II es el de una conversión continua del Pueblo de Dios con miras a una fidelidad progresiva al Señor Jesucristo, su persona y su mensaje; a un ser y actuar, cada vez con mayor lucidez y decisión, según el designio unificante de Dios sobre la historia, hasta que Cristo regrese y lleva a ésta a la plenitud.
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