sábado, 19 de mayo de 2012
2.2.12
CONDENADOS POR INACCIÓN
Ovidio Pérez Morales
Un texto evangélico sumamente instructivo acerca de la conducta humana es el relato del Juicio Final que trae Mateo 25, 31-46, el cual hemos de leer y releer.
Entre los elementos importantes que pone de relieve dicha narración, es el hecho de que los condenados son declarados como tales, no por haber cometido activamente una falta determinada, sino por no haber hecho nada. Por haberse quedado con los brazos cruzados.
“Habiendo padecido yo una necesidad ustedes permanecieron indiferentes, sin mover ni siquiera un dedo”. Esto parece que quiere decir el Señor, quien como Rey en su trono de gloria, emite el juicio condenatorio: “Apártense de mí, malditos… porque tuve hambre y no me dieron de comer…”.
La argumentación del Rey va más allá: “cuanto dejaron ustedes de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejaron de hacerlo”. El Señor no aparece dando un juicio de condenación por algo que haya dañado al prójimo; por ejemplo el haber matado o robado o algo por el estilo. La sentencia condenatoria se aplica por acciones que se han dejado de hacer. Es lo que llamamos “pecados de omisión”. Pecados que solemos olvidar, particularmente cuando nos “confesamos”, es decir, cuando acudimos al sacramento de la reconciliación; entonces la atención se polariza en ubicar actuaciones en las cuales hemos hecho algo malo, mientras que el descompromiso, la indiferencia, la inacción, la insolidaridad no son tomadas en cuenta, no entran en el examen de conciencia. Y esto es precisamente sobre lo que el Señor llama la atención.
La oración del Yo pecador que se reza al inicio de la Misa, puede ayudar mucho a revisarnos en esta materia, pues en aquella decimos ante Dios y ante los hermanos: “he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”.
Alguien ha dicho que el mundo anda como anda, no por lo que hacen los malos, sino por lo que los buenos dejan de hacer. Quienes creemos o decimos creer en Cristo, tenemos que examinarnos muy seriamente al respecto. Leí una vez un afiche, que se me quedó grabado: “Al hay que tengo que sustituirlo por el tengo que, y entrar en acción para poder decir: estoy en”. Fácilmente componemos el mundo situándonos en la acera del frente, criticando, proponiendo, pero no implicándonos en la construcción de soluciones; cómodamente buscamos chivos expiatorios para justificar nuestra pasividad. Vemos los toros desde la barrera, y, todavía peor, criticamos al toro y al torero. Hablamos con soltura de la participación, pero evitamos comprometernos. Hay que…. Y nos quedamos en esta triste e inútil observación.
Una frase que ha circulado bastante y ha hecho tanto bien es la siguiente: “Es mejor encender una vela que maldecir la obscuridad”. Es preciso actuar en lo poco o mucho que nos permitan nuestras capacidades y posibilidades, para cambiar situaciones que estimamos indebidas o intolerables. “El mundo no será el mismo desde el momento en que haya brotado una hoja en un árbol” lo oí también. Todas estas reflexiones surgen naturalmente al tomar contacto con textos como el de Mt 25, 31-46.
Este relato bíblico es un llamado al compromiso, a poner de nuestra parte lo pequeño o grande que podamos aportar para que el mundo sea otro, mejor, deseable. Al decir “mundo”, el término abarca desde las situaciones más inmediatas, familiares, del círculo de amistades o del prójimo, del vecindario, hasta las más amplias de la ciudad, de la nación y del globo. Aquí entra, por tanto, la vida del hogar, las relaciones de trabajo o profesionales, la marcha de la política y tantas otras cosas.
No debemos esperar que el mundo “se componga”. Porque no se compondrá si cada uno de nosotros no lo componemos.
Mateo 25, 31-46 es una enseñanza que vale oro.
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